A pesar de ser un campesino muy pobre,
tenía un caballo extraordinario,
tan fino que el señor del castillo quería comprárselo,
pero el viejo labriego se rehusaba a vendérselo.
- Para mí, este caballo no es solamente un animal, es un amigo.
¿Cómo puedo vender yo a un amigo?
Una mañana el labrador entró al establo y no encontró a su caballo.
Al enterarse, los vecinos le dijeron:
- Te lo advertimos.
Debiste haber vendido el caballo,
te negaste y ahora te lo robaron. !Qué mala suerte tienes!
El viejo hombre les respondía:
- ¿Mala, o más bien buena suerte?
Todos se burlaban de él.
Dos semanas después,
el caballo regresó seguido de una manada de potros salvajes.
Su corcel había escapado detrás de una hermosa yegua
y retornaba ahora con la manada entera siguiéndolos.
- ¡Qué suerte! -exclamaron los vecinos.
El viejo hombre inició entonces
con su hijo la tarea de domar los caballos.
Una semana más tarde,
el muchacho se rompió una pierna entrenando a los potros.
- ¡Qué infortunio!
¿Quién lo va a relevar, si no tiene cómo contratar a un reemplazo?
-comentaron los vecinos.
El anciano les contestó:
- ¿Mala, o buena suerte?
Pasaron unas semanas,
cuando de repente el ejército real llegó al pueblo
y enlistó a los jóvenes en sus filas.
Todos fueron enrolados excepto el hijo del viejo,
quien no les interesó, porque tenía una pierna fracturada.
- ¡Qué suerte tienes! -le dijeron los vecinos llorando-.
A nuestros hijos se los llevaron a la guerra
y probablemente morirán,
mientras tu hijo permanecerá contigo.
Conmovido, el viejo hombre replicó:
- Buena o mala suerte, ¿quién sabe?
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