La agonía
EN Cajamarca empezó la agonía.
El joven Atahualpa, estambre azul, árbol insigne, escuchó al viento traer rumor de acero. Era un confuso brillo y temblor desde la costa, un galope increíble -piafar y poderío- de hierro y hierro entre la hierba. Llegaron los adelantados. El Inca salió de la música rodeado por los señores.
Las visitas de otro planeta, sudadas y barbudas, iban a hacer la reverencia.
El capellán Valverde, corazón traidor, chacal podrido, adelanta un extraño objeto, un trozo de cesto, un fruto tal vez de aquel planeta de donde vienen los caballos. Atahualpa lo toma. No conoce de qué se trata: no brilla, no suena, y lo deja caer sonriendo.
"Muerte, venganza, matad, que os absuelvo", grita el chacal de la cruz asesina. El trueno acude hacia los bandoleros. Nuestra sangre en su cuna es derramada. Los príncipes rodean como un coro al Inca, en la hora agonizante.
Diez mil peruanos caen bajo cruces y espadas, la sangre moja las vestiduras de Atahualpa. Pizarro, el cerdo cruel de Extremadura hace amarrar los delicados brazos del Inca. La noche ha descendido sobre el Perú como una brasa negra.
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