Pasó hace pocos días, en el mes de agosto de 2004. Un señor llega a su casa, en un rincón de Florida. Está cansado del trabajo, oprimido por el calor.
Su esposa le recibe, se acerca y le dice:
-Siéntate, te tengo una sorpresa.
Él se sienta en el sofá, y ella le trae... un vaso de agua con hielos.
A veces basta poco, muy poco, para que la vida sea más bella. Esta vez ha sido ella la que le ha dado una magnífica “sorpresa” a su marido. Mañana será él quien le diga a ella: «¿Salimos de compras? ¿A dónde quieres que vayamos?» Pasado mañana será el hijo que vive lejos: llama por teléfono a sus padres simplemente para decirles que está muy contento de poder hablar con ellos así, sin más, sin tener que dar ninguna noticia especial.
Sí: basta poco para que la llegada a casa no sea un momento de preocupaciones, sino de alegrías, de confianza, de amor.
Basta poco... Pero a veces no damos ese poco, porque no pensamos en el otro, o porque esperamos que nos sirvan sin que se nos ocurra antes que podemos ser los primeros en servir, o porque se nos ha oxidado un poco el amor y la ilusión de ofrecer algo a quien vive a nuestro lado.
«Siéntate, te tengo una sorpresa». No ha sido oro, ni un cheque, ni una corbata nueva. Ha sido, simplemente, un vaso de agua fresca. Un agua deliciosa, buena, pero, sobre todo, bañada de cariño...
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