LA MONTAÑA NEGRA
Ricardo era un niño pequeño, de apenas 5 añitos. Ese día, sin él saber los motivos, despertó sintiéndose mal, como enojado.
Su mamá lo levantó para ir a la escuela y él no quería levantarse, por lo que lloró y gritó a su mamá que lo dejara.
Cuando llegó a la escuela la maestra le pidió la tarea, que él había olvidado en su casa... entonces fue castigado sin salir al recreo.
Más tarde, llegó a su casa y la mamá había preparado una cena que a él no le gustaba, por lo que le reclamó nuevamente a la mamá.
“¡Voy a irme a la Montaña Negra!”, gritó.
“Muy bien, si eso es lo que quieres adelante”, le respondió su madre abriendo la puerta y acompañándolo hasta el pórtico.
Un manto de silencio cayó sobre él. Hacía rato que ya no había sol y la oscuridad de la noche cubría el paisaje.
Por el resplandor de las estrellas, apenas veía la forma de la Montaña Negra en la distancia.
En plena oscuridad, el niño escuchó el movimiento de un animal entre las plantas, y el aleteo de un ave en el cielo oscuro.
De pronto, el corazoncito del niño latió con más rapidez, y se le estaba acelerando la respiración. Ir a la Montaña Negra había sido una mala idea.
"¿Por qué habré dicho eso?", pensó.
Se sentó en el pórtico abrazándose las rodillas contra el pecho, mientras una lágrima le rodaba por la mejilla al tratar de controlar el miedo.
Desde la cocina, escuchó que su padre le decía:
“Ricardo ¿quieres venir a cenar con nosotros?”
El pequeño olvidó todo sus enojos y frustraciones y corrió al llamado de su padre.
A veces, cuando estamos enojados con nosotr@s mism@s, con l@s demás, con las circunstancias, o hasta con Dios, queremos irnos.
Nos enojamos y amenazamos. Nos sentamos en el pórtico y lloriqueamos, ¿verdad?
Aun así, nuestro Padre espera pacientemente y nos llama para reunirnos con el resto de la familia.
El amor ahuyenta los temores y sana las heridas.