Fue una vez más simple y fácil:
dos rimas, y el cuaderno abría.
¡Qué nebulosamente te tuve que conocer
en mi juventud presuntuosa!
Apoyando los codos en la barandilla
del verso que se deslizaba como un puente,
me figuré en seguida que mi alma
se había empezado a mover, empezado a deslizar,
y que se dejaría llevar hasta las estrellas mismas.
Mas al transcribirlas a la copia en limpio,
privadas de magia al instante,
¡cuán inútilmente unas tras otras
se escondían lastradas las plomizas palabras!
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