Había una vez un niño pequeño
que quería conocer a Dios.
Como sabía que el viaje hasta Su casa sería largo,
puso en la valija varios paquetes de bizcochos
y seis latas de gaseosa. Así inicio la marcha.
Después de recorrer dos o tres cuadras,
vio a una anciana que estaba sentada en el parque,
contemplando a algunas palomas.
El niño se sentó junto a ella y abrió la valija.
Cuando iba a tomar un sorbo de gaseosa,
se dio cuenta de que ella tenía cara de hambre,
por lo que le ofreció un bizcocho.
Ella se lo aceptó con gratitud, sonriente.
Su sonrisa era tan bella que,
por verla otra vez,
el niño le ofreció una gaseosa.
La anciana tornó a sonreír.
¡El chico estaba encantado!
Toda la tarde estuvieron allí,
comiendo, sonrientes, sin decir palabra.
Al oscurecer,
el niño, sintiéndose muy cansado,
se levantó para irse,
pero apenas hubo andado unos pasos
giró en redondo
y corrió hacia la anciana para darle un abrazo.
Ella le dedicó la mejor de sus sonrisas.
Poco después,
cuando abrió la puerta de su casa,
la madre se mostró sorprendida
ante su expresión de felicidad.
-¿Qué has hecho hoy que te sientes tan feliz?
-le preguntó.
-Almorcé con Dios.
-Antes de que su madre pudiera replicar,
el niño agregó:
-¿Sabes una cosa?
¡Ella tiene la sonrisa más bella
que puedas imaginar!
Entretanto,
la anciana también había regresado a su casa,
radiante de alegría.
Asombrado por la expresión de paz que irradiaba
el hijo le preguntó:
-Madre,
¿qué has hecho hoy que pareces tan feliz?
-Comí bizcochos con Dios en el parque.
-Y antes de que su hijo le respondiera, agregó:
-¡Es mucho más joven de lo que yo esperaba!
Julie A. Manhan