Una historia de castillos, príncipes, servidores y combatientes.
El odio no admite rival… Una fantástica historia
que te hará reflexionar.
Erase una vez un castillo abandonado.
Antigua morada de grandes y generosos reyes.
Estaba casi derruido, la humedad hacía que las piedras de
los muros brillaran ante la tenue luz de algunas
antorchas. En una parte recóndita de aquella fortificación
prácticamente arruinada, estaba la habitación del príncipe,
asegurada dentro de la roca misma de la montaña que le servía
de cimientos. Y ahí estaba él, solo, mordisqueando sus furias y
resentimientos. El rostro que alguna vez había sido bello estaba
lleno de cicatrices, y la crueldad de aquellos ojos era rivalizada
únicamente por una sonrisa amargada que le daba ese aspecto
tan feroz como nocturno.
El soberano esperaba impaciente la llegada del prisionero.
Había sido una larga cacería. Todas la astucia del príncipe
(que no era poca) fue necesaria para atrapar a su odiado disidente.
Las frenéticas tropas habían acosado a su objetivo desde tiempos
que ya no podía ni siquiera recordar. Sin embargo su adversario
parecía invencible. De todos los obstáculos que hábilmente le había
colocado salía siempre librado misteriosamente.
La corte entera esperaba la acariciada promesa de aquel mercenario:
“Yo lo mataré”.
Junto al príncipe merodeaban nerviosos guerreros de un aspecto
estremecedor. En una esquina, se encontraba un personaje con un
martillo. Sus golpes eran contundentes, tenía una fuerza portentosa.
Sus sorpresivos ataques eran de una efectividad sorprendente,
particularmente ante oponentes de corazón débil. Él había tratado
de aniquilar una y otra vez al enemigo del príncipe, pero su martillo
y sus ataques sorpresivos mellaban las fuerzas del contrincante,
pero no le destruían.
Mientras el guerrero del martillo daba vueltas por la habitación
del príncipe, otro mercenario más temible observaba sus manos,
perfectamente cuidadas. Nadie podría creer que era un guerrero, y
en eso estaba su fuerza. Su rostro femenino, las maneras dóciles, un
lenguaje sutil y penetrante eran suficientes para que sus contrincantes
quedaran rendidos a los pies sus perfumados encantos. Sin embargo,
tras aquel rostro bello y atrayente había un corazón podrido.
Había muchos otros servidores y combatientes que también habían
intentado destruir al enemigo del príncipe. Estaba el gigante de piedra
que aplastaba cualquier cosa a su paso, la mujer de hielo que
congelaba cuanto tocaba, la mendicante que robaba todos los
recursos materiales de sus enemigos y los dejaba sin medios para
combatir, también estaba la peste, que a los corazones más curtidos
acababa haciéndolos caer en la desesperación.
Y a pesar de tan feroces adversarios, el enemigo del príncipe siempre
había salido airoso de todos los combates. Maltrecho, herido,
lastimado en lo más profundo, pero vivo, y es que bastaba con que
quedara un pequeñismo aliento de vida para que volviera a crecer
y, peor aún, a fortalecerse.
Todos los intentos habían sido vanos, hasta que llegó un nuevo
mercenario de una región alejada. Cuando le vieron entrar a la corte
del príncipe todos se burlaron de él. Su aspecto no tenía nada de
temible. Parecía un campesino común y corriente. Pasaba
desapercibido por donde merodeaba. Aquel aspecto ordinario era
su escudo, más efectivo que uno de hierro forjado. Cuando se
presentó al príncipe prometiendo que mataría al enemigo todos rieron
con excéntricas carcajadas. Sin embargo, nadie rió cuando extendió su
mano y mostró unos pequeñísimos alfileres. El guante que protegía
las manos de aquel mercenario de aspecto vulgar contenía miles
de millones de diminutos alfileres. Al instante los arrojó hacia uno
de los soldados de la corte. Nadie vio aquellas insignificantes agujas
volar por el aire. Ninguno vio tampoco cómo penetraron la armadura
del soldado. Ni siquiera la víctima sintió cómo se clavaron aquellas
puntas afiladas en su carne. El personaje dijo al príncipe “No tengo
prisa. Puedo matar a tu enemigo como ya he matado a tu soldado.
Lo ves de pie, y no siente nada. Volveré en seis meses y me dirás si
crees que puedo aniquilar a tu adversario.”
Y, efectivamente, pasaron seis meses. El soldado comenzó a
sangrar a las pocas semanas. Eran gotas imperceptibles. Las puntas
de los alfileres se habían clavado en su carne creando millones
de heridas imperceptibles, tan menudas que era imposible verlas y
por tanto curarlas. El soldado sufrió una agonía larga, aunque
indolora. Simplemente moría un poco cada segundo. Hasta que un
día, sin que nadie pudiera evitarlo, el soldado cayó muerto ante el
irremediable mal que el mercenario había arrojado sobre él.
El príncipe, con mueca maligna, esperaba ansioso la llegada del
cautivo, su perenne enemigo había caído en su trampa, creyendo
que aún estando preso nada podrían contra él. “Muy equivocado”
meditó el príncipe.
Las horas de espera fueron largas y llenas de agitación. El mismo
aire escapaba de los pulmones del soberano que esperaba
ansioso la llegada del cautivo.
De pronto, se abrieron las puertas del recinto y los soldados arrojaron
al centro de la pieza una figura de deslumbrante belleza. Ni
siquiera los golpes brutales habían podido empañar aquel rostro
resplandeciente. No era esa belleza lo que enervaba al príncipe, era
aquel poder que tenía de rejuvenecer a quien tocara, de llenar de
esperanza el corazón que acariciaba. El soberano del castillo detestaba
profundamente el brillo que aquel enemigo imprimía en aquellos
a los que se acercaba.
El príncipe se puso de pie y se acercó al prisionero macilento.
Sin tocarlo (no podría soportarlo) le habló muy cerca del oído.
-Te has burlado de mí. Me has humillado, has hecho lo que has
querido en lo que me pertenece. Has resistido todos mis ataques.
El Mal Carácter, con su martillo te debilitó, pero seguiste en pie.
La ambición con su belleza sensual te arrebató pero no te mató.
Y lo mismo ocurrió con la Enfermedad, la Pobreza, y con todos
mis aliados.
El príncipe sonrió malévolo y mientras caminaba en círculos
contra su contrincante, paladeando el momento de su triunfo.
-Creíste que todo lo podías… mmmm… Amor… Amor… –repitió el
príncipe diciendo aquel nombre casi con asco- ¿Quién te crees
tú que eres? ¿De donde has salido? ¿Por qué osas meterte en mis
dominios? ¿No sabes que tengo poder en toda la tierra? ¿No sabes
que soy mas astuto, más viejo, más inteligente y más poderoso
que tus seres humanos, a los que tanto cuidas? Amor… Qué nombre
tan repugnante. “Nada puede contra el amor” –dijo el príncipe
con expresión burlona- “El amor lo puede todo, el amor rompe
barreras” ¡Basura! –la expresión del príncipe se volvió rabiosa
y atroz y mientras hablaba sus manos temblaban de la ansiedad
con las que las pronunciaba. “Este es MI tiempo, MI momento,
MI mundo…”
El príncipe se desplomó pesadamente en su trono.
-Pero ha llegado tu fin. ¡Traigan al mercenario!
Las órdenes fueron cumplidas de inmediato, y ahí apareció la
ordinaria figura del interesado. Caminó hasta donde estaba
el amor. Con rostro flemático le observó.
El príncipe dijo entonces “¡Hazlo!”. El guerrero de aspecto normal
metió su mano enguantada en una bolsa y extrajo una miríada de
sus artefactos mortales. Hizo el ademán necesario para arrojarlo
cuando el príncipe interrumpió la ejecución.
-¡Espera! Antes de que lo hagas… ¿Cuál es tu nombre?
El combatiente ordinario solo pronunció dos palabras.
-La rutina.