El arquitecto de un nuevo templo en las alturas de los Himalayas
instruyó así al escultor que debía esculpir la imagen de la divinidad
en el altar central:
"Quiero que sea la imagen de Dios y la imagen de
todos los hombres y mujeres que han existido,
existen y existirán.
Que todos se reconozcan en ella,
y que todos reconozcan en ella la
imagen del Dios que los creó.
El escultor comenzó su trabajo.
Tomó el bloque de mármol, y fue
esculpiendo en él los rostros de los peregrinos que venían al templo.
No todos distintos y por separado,
sino tomando el bloque entero cada
vez y esculpiendo un rostro encima del otro,
siempre sobre el mismo
bloque de mármol.
Llegaba un peregrino, esculpía su imagen hasta la
perfección, y cuando este se marchaba,
venía el siguiente y trabajaba
su imagen sobre la anterior.
Y así uno y otro y otro.
El bloque era grande al empezar,
pero al diseñar en él el rostro de
un peregrino sobre el del anterior, había que rebajar rasgos,
pulir
superficies, limar ángulos.
Cada vez salía el nuevo rostro perfecto,
pero cada vez el bloque se hacía más pequeño.
Un día el escultor llamó al arquitecto y le dijo que su tarea había
concluido.
Fueron al templo, y allí, en el centro del santuario, en
el altar central,
se encontraba el nicho de la divinidad que había de presidir el templo.
Y el nicho estaba vacío.
El arquitecto entendió.
La imagen perfecta de Dios es la no imagen.
La plenitud se encuentra en el vacío.
El infinito se toca con el
cero. La totalidad surge de la nada.
Y cada peregrino al llegar tras
una larga peregrinación al templo sagrado y mirar al altar,
veía su
propio rostro reflejado en el fondo de mármol pulido del nicho vacío.
D/A
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