Todavía lloramos y que bueno que así sea,
las lágrimas rara vez hacen mal.
Son siempre una catarsis, una liberación
una forma de decir que nadie es auto-suficiente.
En ésta confesión de franqueza humana,
se esconde un acto de humildad
de quien reconoce que llegó a una encrucijada,
y cuando esto hiere demasiado,
los ojos dicen lo que la boca no consigue pronunciar.
Hay lágrimas de dolor, lágrimas de amor,
lágrimas de alegría incontenible, lágrimas de tristeza,
lágrimas silenciosas de paz y de ternura,
lágrimas de gratitud por un elogio realizado en el
momento preciso,
lágrimas de esperanza, lágrimas de inocencia.
Pero también hay lágrimas de vergüenza,
de necedad, de desafío, de chantaje, de egoísmo por
no haber conseguido lo que se quería.
Hay quien llora por cualquier cosa
y hay quien tiene vergüenza de llorar,
cuando llorar
era la única cosa decente que podía hacerse.
Es muy probable que existan cosas mucho más bonitas
que una persona llorando en paz.
Pero, después de las siete maravillas del mundo,
muy bien se podría proponer la que sigue
como la octava:
Un monumento a la persona
que todavía llora por amor y que además no
tiene vergüenza de mostrar
que dentro de ella habita un sentimiento noble.
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