Había una vez tres grandes amigas de la infancia. Inexorables, los años habían pasado y, ahora, se habían convertido en unas ancianas. Un día se reunieron para charlar y una de ellas se lamentó así:
-Queridas amigas, ¡qué cruel e implacable es el paso del tiempo! Cuánta amargura siento cuando veo mi piel ajada, mis cabellos encanecidos, estos ojos apagados... Mi rostro ha perdido toda su antigua frescura.
Otra comentó:
-Tienes razón. Envejecemos sin remedio. También yo sufro al contemplar en el espejo mis encías desdentadas, mis ojeras profundas y amoratadas, mis mejillas enjutas y mi cuello flácido y feo. Me miro en el espejo y no puedo reconocerme.
Entonces la tercera amiga y la más avanzada en edad declaró:
-Vosotras sí que me dais lástima, de veras, ¡Pobres amigas mías! Yo también veo lo mismo que vosotras cuando me contemplo en el espejo. No os falta razón al decir que el paso del tiempo es implacable, y es por ello que el espejo ha ido perdiendo su poder de reflejar con fidelidad y su luna ha envejecido de tal modo que deforma todo lo que refleja. Es por eso que nos vemos así, por culpa del espejo, creedme.
REFLEXIÓN
Una de las más sólidas ataduras de la mente es el autoengaño. Los maestros de Oriente lo denominan ilusión o "maya", que impide ver la realidad como es y que origina confusión e inmadurez en la mente, robando el entendimiento correcto y el proceder diestro. Todos tendemos a tejer una impresionante urdimbre de autoengaños, para no vernos como somos. Si no nos vemos, ¿cómo podremos transformarnos? Tenemos que ser intrépidos para poder mirarnos cara a cara a nosotros mismos e ir descubriendo el lado difícil de nosotros para modificarlo. A través de la autoobservación llegaremos al autoconocimiento, y mediante el conocimiento de sí a la transformación de la mente y la autorrealización.