Muchos creen que todo acaba con la muerte, que no hay nada más. La muerte sería, según ellos, la última palabra. Pero la muerte es la primera pregunta. No podemos vivir como-si-no-tuviéramos-que-morir, porque tenemos que morir, lo sabemos. Por eso, para vivir en libertad, es necesario liberarnos del fantasma y del miedo a la muerte. De lo contrario viviremos muertos de miedo a la muerte.
Nos cuesta mucho creer en la vida después de la vida. Algo nos barruntamos, algo nos tememos, algo anhelamos, porque ciertamente nos resistimos a morir. ¿Es sólo un deseo? ¿Una proyección de nuestro deseo? Pero, entonces, ¿de dónde y por qué surge en nosotros ese deseo? Porque lo cierto es que tenemos otros muchos deseos -ser más alto, más flaco, más guapo...- pero no creemos en ellos.
Los que niegan otra vida aducen siempre la falta de pruebas, de señales objetivas. No hay, dicen, ningún caso de un muerto que haya resucitado y haya sido visto. Pero en eso se equivocan, porque hay un caso. La fe cristiana, precisamente, descansa en el testimonio de muchos que han tenido la experiencia de ver a un muerto resucitado. Los cristianos creemos a los testigos que lo vieron.
Naturalmente, una cosa es que un muerto resucite y otra que el resucitado tenga que acomodarse a las exigencias de nuestra limitada experiencia empírica. Los testigos de la resurrección de Jesús han dejado bien claro que Jesús, que era el mismo antes y después, ya no era lo mismo a partir de la resurrección. Es decir que la vida después de la muerte sigue siendo vida, aunque ya no esté mortificada por los condicionamientos de espacio y tiempo, que nos tienen atrapados momentáneamente.
¿Qué cómo es la vida después de la vida, la otra vida? Lo sabremos a su tiempo. De momento sólo podemos creer lo que aún está por ver. Hay un cielo que creemos. Y hay muchos cielos que fantaseamos. Pero esos cielos no son el cielo.
EUCARISTÍA 1991, 18
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