Cuando Honorious era emperador de Roma, el gran Coliseo a menudo se llenaba hasta rebosar con espectadores que venía de cerca y de lejos para ver los juegos patrocinados por el estado.
Algunos de los deportes consistían en seres humanos enfrascados en batallas con bestias salvajes entre sí, hasta la muerte. Las multitudes reunidas hacían de ello una fiesta y consideraban el mayor de los deleites cuando un ser humano moría.
Uno de esos días, un monje sirio llamado Telemachus integraba la gran multitud en la arena. Telemachus fue herido hasta lo más profundo por el indecible desprecio hacia el valor de una vida humana del que fue testigo. Brincó de las gradas de espectadores a la arena durante un espectáculo de gladiadores y gritó: ¡Esto no es correcto! ¡Esto tienen que cesar!
Por haber interferido, las autoridades ordenaron que Telemachus fuera atravesado con una espada, y así se hizo. Él murió, pero no en vano.
Su grito prendió una pequeña llama en la casi cauterizada conciencia de las personas y en cuestión de pocos meses, los combates de gladiadores llegaron a su fin.