En memoria de Elizabeth Hannah Moros-Eddinger.
Hoy quisiera compartir con Uds., en esa intimidad que se suscita entre el que escribe y sus lectores, una de las experiencias más dolorosa y al mismo tiempo extraordinaria que he vívido. Pertenezco a una familia de nueve hijos, todos sanos y felices. Mi mamá, como dicen los médicos, tuvo 9 gestas y 9 paras; es decir, todos sus embarazos tuvieron un feliz término y todos nacimos saludables.
Todos hemos tenido hijos “sanos”, con excepción de mi hermana María Aurora, la penúltima. La tía más querendona y tierna que Uds. se puedan imaginar, la dulzura hecha persona, que se vuelve pura miel con un bebé.
Ella no se embarazó sino hasta un poco avanzados los treinta y tuvo una hermosa bebé, a quien llamaron Elizabeth.
Ya desde que la cargaba en su vientre sabía que Elizabeth tenía problemas de salud, pero ella no quiso detener su existencia, sino que decidió tener a su bebé y ponerse en las manos de Dios. Cuando la niña vio la luz de este mundo, mi hermana no pudo tenerla en su regazo, ni acariciarla, ni darle el alimento de sus pechos. Inmediatamente fue llevada a cuidados intensivos y los médicos le pronosticaron dos semanas de vida.
Elizabeth había nacido con un raro síndrome llamado Trisomía 18.
Recuerdo cuando la conocí, sus ojos grandes y vivaces me impactaron, su menudo cuerpecito invadido por todos esos “cables” conmocionó hasta la fibra más profunda de mi ser. Deseé cargarla y estrecharla contra mi pecho, y de alguna manera milagrosa infundirle la vida a través de la fuerza del inmenso amor que sentí por ella, desde el mismo instante en que mis ojos la vieron por primera vez. Al mismo tiempo, deseé poder consolar a mi hermana; me sentí tan impotente en el intento.
La abracé, la besé, oré por ella, le cociné cosas ricas y la cuidé con todo mi cariño. En las largas jornadas en las cuales se extraía la leche de sus senos, para que a través de una sonda se la suministraran a la bebé, le leía la Biblia y cantábamos juntas algunas canciones.
¡Me impresionaba la fuerza de su amor! A medida que pasaban los días su anhelo por estar al lado de su hija la consumía de tal manera, que fue capaz de hacer en medio turno todo el trabajo de un día, durante los cinco meses que vivió Elizabeth.
Cuando llegaba al hospital su cara se iluminaba y a pesar de las limitaciones ocasionadas por la incubadora, ella la besaba, la abrazaba y le decía cuanto la amaba. Recuerdo que uno de los médicos dijo que la única razón por la cual esa niña seguía viviendo, era por el inmenso amor que su madre le prodigaba cada día. Otro doctor, la llamaba “mi pequeña roca” haciendo alusión a lo luchadora que era la bebé; que cada vez que pensaban que moría, los sorprendía a todos recuperándose de la gravedad.
Las dos lucharon por la vida y se aferraron a un amor indescriptible, imposible de expresar con palabras. Un día llegó el momento más doloroso, el de la partida, y Elizabeth se fue al Cielo. Mi hermana lloró y aún sigue llorando a su preciosa niñita, aún la ama y anhela el día en que se encuentre con ella. Mi hermana tiene la esperanza de la vida eterna, y esta esperanza la llena de alegría.
Ella se siente privilegiada de haber sido escogida por Dios para ser la mamá de Elizabeth.
Ella ha comprendido, en una dimensión mucho más profunda que nuestro plano terrenal, que para Dios la vida de todos tiene un significado que trasciende nuestro entendimiento. Ella ha comprendido que lo que a los ojos del hombre puede ser imperfecto, bajo la mirada de Dios y de los ojos de nuestro corazón se ha convertido, en su vida, en el amor más sublime que jamás soñó.
“Estas cosas os he hablado para que en mí tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción, pero confiad, yo he vencido al mundo”. Juan 16:33
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