Aquella noche recordaba que desde algunos años meditaba la problemática del ser humano ante la soledad.
Los individuos pueden conocer a muchas personas, convivir con diferentes niveles de vida, estar entre multitudes, casarse y formar una familia numerosa, pero al final, enfrentarse a la realidad de verse reducidos a la más incipiente de las soledades.
Solos venimos al mundo, solos nos aferramos a una lucha desigual, la de vencer a la soledad; pero finalmente, morimos de hastío, sin alcanzar a madurar ni aprender a estar solos.
Y lo peor, volteamos hacia atrás, para ver que aunque mucha gente se nos acercó, jamás estuvo con nosotros.
Que vida la del ser humano, estar siempre solo y sufrir por esa soledad: cuando al creer encontrar con quien mitigar la soledad, se da cuenta de que nunca fue acompañado con fidelidad o fervor, mas que en el día de concluir la despedida definitiva.
En mi tumba, enfrascado en un ataud, sepultado bajo tierra junto con mis ilusiones, mis luchas, mis desengaños, mis huellas, y mi cuerpo; el único compañero fiel de mi existencia que me acompañó en el dolor, la alegría y la enfermedad.
Un acopio de la lluvia gris de desengaños, un torrente de la lluvia de sufrimientos, un cúmulo de esperanzas marchitas cuando a pesar de amar y amar de verdad, la lluvia gris de los rechazos y el dolor del desencanto me desgarraban mi alma ante la realidad de verme despreciado, marginado de la única pasión que alimenta la vida de cualquier ser humano.
El amor.
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