He
conocido muchas personas que se preocupan por los otros, que son extremadamente
generosas a la hora de dar, y que sienten un profundo placer cuando alguien les
pide un consejo o apoyo.
Hasta
aquí todo bien: es estupendo poder hacer el bien a nuestro prójimo.
En
cambio, he conocido a muy pocas personas capaces de recibir algo, aún cuando les
sea dado con amor y generosidad. Parece que el acto de recibir hace que se
sientan en una posición inferior, como si depender de otro fuese algo indigno.
Piensan: "Si alguien nos está dando algo es
porque somos incompetentes para conseguirlo con el propio esfuerzo". O si no:
"La persona que me da ahora, un día me lo cobrará con intereses". O aún, lo que
es peor: "Yo no merezco el bien que me quieren hacer".
¿Por
qué actuamos así?
Porque
nos cuesta entender que este universo está constituido por dos movimientos.
El
primero es la expansión, rigor, disciplina, conquista; el segundo es la
concentración, meditación, entrega.
Basta
mirar nuestro corazón (y no es por casualidad que el corazón siempre fue
considerado como el símbolo de la vida), para comprender que son estas dos
energías las que lo hacen latir, contraerse y expandirse al mismo ritmo.
Las
numerosas estrellas del cielo están emitiendo luz, pero al mismo tiempo están
absorbiendo todo a su alrededor, por aquello que es conocido por los físicos
como fuerza de la gravedad.
Así
los actos de dar y recibir, aún cuando sean aparentemente opuestos, forman parte
del mismo y continuo movimiento.
No es
mejor quien da con generosidad, ni es peor quien recibe con alegría.
El
amor es, justamente, fruto de estas dos cosas, y una pequeña historia ilustra
bien lo que quiero decir:
"Un
leñador, acostumbrado al arduo trabajo de derribar árboles, terminó casándose
con una mujer que era exactamente su opuesto: delicada, suave, capaz de hacer
lindos bordados con sus dedos gentiles. Orgulloso de su esposa, él pasaba todo
su tiempo en el bosque, haciendo su trabajo para que nada faltase en su
casa.
Vivieron juntos durante muchos años, tuvieron
tres hijos que crecieron, estudiaron, se casaron y fueron a vivir a lugares
distantes, como suele suceder la mayoría de las veces. La pareja continuaba en
la misma cabaña, pero mientras el hombre se sentía cada vez más fuerte por causa
de su trabajo, la mujer empezó a debilitarse. Ya no bordaba más, perdió el
apetito, no hacía sus caminatas diarias, y vio desaparecer toda la alegría de su
vida. Su estado de salud se agravó de tal manera que ya no se levantaba más de
la cama.
El
marido ya no sabía que hacer. Una noche cuando una fiebre alta hizo que el
rostro de su esposa adquiriera una palidez mortal, él tomó con sus manos fuertes
los delicados dedos de su esposa y comenzó a llorar:
- ¡No
me dejes!-decía sollozando.
La
mujer tuvo fuerzas para decir, en medio de los delirios provocados por la
fiebre:
-¿Pero
por qué lloras?
-¡Porque te necesito!
El
brillo de los ojos de la mujer pareció retornar.
¿Y
sólo ahora es que me lo dices? Yo pensé que cuando nuestros hijos crecieron y
partieron, mi vida había perdido el sentido. ¡Tú siempre has sido tan
independiente!.
-Yo
tenía vergüenza de recibirlo -dijo el leñador.- Siempre pensé que no merecía
todo lo que hacías por mí.
A
partir de ese día la mujer volvió a recuperar la salud, volvió a caminar por el
bosque y a hacer sus bordados.
Su
vida había vuelto a tener sentido porque alguien la necesitaba. Alguien
era capaz de recibir la mejor cosa que podía dar: su
amor.
|