Sentada en mi cama, con el cabello cubriéndome la cara y hojilla en mano, me alimento. Veo la sangre brotar desde mis venas pero no es suficiente, siento los labios secos, la garganta, tengo sed, mis propios fluidos muertos ya no me satisfacen.
Es entonces cuando se abre la puerta y entras exaltado. Yo trato en vano de esconder mi maldición, mi castigo. Pero no importa, ya tú lo sabes; lo sabías y has venido a comprobarlo. Ahora me miras. Bajo la cortina de cabello mis ojos se encuentran con los tuyos, deseo. Mi mano se cierra con fuerza y noto de nuevo la lámina de aluminio que una vez me quitó la vida y hace un momento me dejaba saborear una triste sombra de la misma.
Lentamente, estiras tu brazo hacía mi rostro y yo lucho para contenerme y conformarme con mi pobre sustento. Con el primer contacto me alejo, bajo de nuevo la cara, muerdo mis propias heridas y trato de complacerme, pero el mal está hecho.
No entiendo muy bien por qué, pero me miras compasivo y te sientas junto a mí. Yo me alejo otro poco. Es casi imposible, insoportable tenerte tan cerca. Me recojo contra la pared, trato de aferrarme a los últimos vestigios humanos existentes en mí. Tú no pareces darte cuenta, porque de nuevo me tocas y una corriente se apodera de mi cuerpo; contengo la respiración. Acaricias mis piernas apenas rozándome con la yema de tus dedos y recorres lentamente el camino que abarca mi vientre, mi pecho, mi cuello. Finalmente, tu mano se detiene en mi boca. No lo comprendo. Tú no lo comprendes. Me estás ofreciendo tu alma.
La sensación en mi cuerpo se hace demasiado fuerte, se apodera de mí y con un gemido ahogado salto sobre ti para alcanzar tu cuello. Mis pupilas se contraen mientras te veo a los ojos y tu sangre se resbala desde mis labios. En ellos hay miedo y también satisfacción. Esto era lo que esperabas, por esto y por más nada es que has venido a verme. Ahora te miro confundida e incluso decepcionada.
Fue así que bajé la guardia y tú aprovechaste mi descuido, aprisionándome bajo tu cuerpo. Ahora soy yo quien está indefensa pues mis fuerzas son pocas para vencerte. Sin embargo, intento desesperadamente probarte una vez más. Sigo luchando por liberarme y alimentarme de ti, saciarme con tu existencia, quitártelo todo, dejar que tu última exhalación dependa de mí, convertirme en el único por qué de que vuelvas a abrir los ojos.
Caen hasta mis labios gotas que emanan de tus heridas, mientras las mías han sanado. Acercas tu rostro un poco al mío. No lo suficiente para que pueda tocarte. Y se asoma en tu expresión, una ligera sonrisa. Estás donde querías estar. Yo me quedo quieta, esperando una mínima reacción, el más ligero movimiento. Cae otra gota y mi desesperación aumenta, sigo buscando la manera de comerte.
Me tientas, te acercas demasiado y puedo olerte, pierdo el control, yo misma estoy perdida. Con un último impulso, logro morder tus labios. Respuesta inmediata; el placer es intenso pero pasivo. No acaba pero no explota. Hay dolor constante y fascinante.
Sueltas mis mañosilla no me aprisionas. ¿Para qué? No necesito moverme. Disfruto tu cuerpo sobre el mío. Tu aliento. Me alimentas. Me complementas y puedo sentirlo, puedo tocarlo, puedo sentirlo rozándome... Dentro de mí... Hasta la punta de mis dedos.
Dos vástagos de Caín en una fusión de pieles teñidas de rojo, nuestras vidas, a lo largo de la noche que rueda, mientras el sudor nos limpia y nos empapa. Podría hacerlo ahora. Podría callarte para siempre. Ser libre. Pero, ¿Por qué? mejor aferrarme al momento.
Pruebo una vez más tu contacto. Disfruto el sabor. Y aquí estamos. He tomado tu vida y no podrás recuperarla. Pero no pides nada a cambio. Tus ojos casi extintos aún me miran. Aún te desplazas lentamente dentro de mi cuerpo. Sí, he tomado tu vida. Más ahora con un grito dejo mi sangre correr para regalarte en un suspiro mi maldita vida eterna.
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