Según cuenta una leyenda, el ave Fénix vivía en el paraíso junto a Adán, Eva y el resto de los animales. Aparte de los humanos, el Fénix era el único habitante que tampoco cogía frutos del árbol prohibido. Pero el destino le tenía reservada una dolorosa jugada...
Cuando el primer hombre y su compañera fueron expulsados del paraíso, de la espada flameante del ángel que custodiaba la entrada escapó una chispa que acabó prendiendo fuego al nido del Fénix, matando al ave que dormía en él, ajeno a lo que sucedía a su alrededor. Según cuenta esta versión de la historia, los ángeles, para compensar al Fénix, que de nada era culpable, consiguieron revivirlo concediéndole eternamente el don de renacer de entre sus cenizas. Cuenta el mito -primero griego, después romano y más tarde cristiano- que, desde entonces, cuando al ave Fénix le llega la hora de morir, esta hace un nido de especias y hierbas aromáticas y deposita en él un único huevo. Dicen que allí permanece aguardando su muerte y que, al anochecer del día señalado, el pájaro arde, quemándose por completo y quedando reducido a cenizas. Pero, gracias al calor de aquella masa gris y tibia, al amanecer se rompe el cascarón de donde surge el mismo Fénix, más joven y fuerte, único y eterno.
Este mito refleja con realidad y poesía una característica de los humanos, un aspecto a veces oculto de nuestra personalidad, una arista poco explorada de nuestra existencia. Se trata de nuestra capacidad de volver a ponernos de pie, una y otra vez, después de cada caída, después de cada traspié, después de cada catástrofe.