Dios en la canasta
Hace muchos años, cuando estaba en el secundario, conocí a
una anciana en un geriátrico.
Se suponía que mi clase debía hacer un trabajo sobre alguien
mayor de setenta años.
Yo no conocía a nadie mayor de setenta excepto mis abuelos,
pero vivían en Bélgica. Entonces, pensé:
"Iré a visitar un geriátrico y pediré permiso para ver a alguien para mi tarea de inglés".
Cuando entré en el edificio de ladrillo, me dirigí al mostrador de informes.
Una mujer muy amable, de anteojos, me envió a la oficina de la directora.
Le expliqué a la directora cuál era mi tarea y ella me mandó a la habitación número seis.
La habitación número seis tenía una cama, una sola silla,
un escritorio y la foto de una rosa en la pared.
En la silla estaba sentada la señora Murphy.
Inclinada hacia adelante, tejía con diligencia.
Las agujas se cruzaban y entrechocaban.
Cuando di unos golpecitos en la puerta, la señora Murphy levantó
los ojos de su tejido y miró por el rabillo del ojo.
-¿Sí?- preguntó. -Estoy en el secundario.
Tengo que escribir un trabajo sobre alguien mayor de setenta años. -Sal de la luz del pasillo. Entra, entra.
La Señora Murphy dejó de tejer y palmeó la cama a su lado.
Siéntate aquí. Penetré lentamente en el cuarto que olía a caramelo de limón.
Me senté en el rincón izquierdo de la cama.
La señora Murphy volvió a concentrarse en su tejido.
- ¿Qué hace?- le pregunté. - En mi canasta está Dios.
Miré en derredor y finalmente descubrí la canasta de su tejido
al pie de la silla. Contenía varios ovillos de lana.
Me agaché un poco para echar un vistazo y ver si podía ver a Dios.
- Oh , está ahí, sonrió la Señora Murphy. - ¿Cómo lo sabe?- pregunté. - Recé para que viniera y lo hizo.
Luego de lo cual la Señora Murphy volvió a su canasta y no
dijo una sola palabra más. Preguntara lo que preguntase, ella
seguía hamacándose, sonriendo y hamacándose un poco más.
Finalmente me levanté, le di las gracias y volví a la luz brillante del pasillo.
Justo antes de abandonar el edificio, la Directora salió de otro cuarto.
Me sonrió y me preguntó cómo habían salido las cosas.
- No muy bien -respondí con una pizca de desilusión en la voz.
Después de todo, mi proyecto de trabajo había fracasado-
Cree que Dios está en la canasta del tejido. - ¿Cómo te llamas?- quiso saber la mujer. - Crihstopher. - Significa: "Portador de Cristo" ¿no es verdad?-
preguntó, más como una contestación que como un interrogante
que quisiera confirmar - ¿Qué te pareció la Señora Murphy? - Creo que está un poco loca. - Lo estaba cuando llegó aquí- dijo la directora.
- Al morir su marido, quedó sola. No tenían hijos.
Ella no tenía familia. Ya cumplió 93 años.
Lo único que quería era morirse.
Eso fue hace cinco años.
En ese entonces decía que quería estar en paz.
Le sugerí que rezara pidiendo paz y eso fue lo que hizo.
A los pocos meses descubrió el tejido.
Una mujer que venía aquí para una hora de recreo le enseñó a tejer.
Seis meses después, había tejido medias para todos.
En la feria de Navidad vendió medias, muñecas de lana,
suéters y mantas por más de mil dólares.
Enseñó a tejer en una escuela local como voluntaria.
Los chicos de la escuela la invitaban a comer por lo menos
tres veces por semana.
La Señora Murphy era la persona más popular del barrio
y de nuestro geriátrico. Realmente estaba feliz.
- Pero y ¿ahora? -me interesé. - Bueno, ya no se acuerda mucho. Está vieja y enferma, olvidó el nombre de todos. - Pero todavía puede tejer- argumenté. - Sí, Chrístopher, todavía puede tejer y está en paz. Y algo más, sólo dice una frase... - ¡Que Dios está en su canasta! - Sí, el Dios de la paz.
No escribí el trabajo para la escuela, pero dos semanas
más tarde, al llegar a casa me encontré con una caja marrón
esperándome.
En su interior había un suéter de lana marrón muy lindo,
justo para mi talla. También había una nota en un sobrecito blanco:
Querido Chrístopher: La Señora Murphy nos pidió que te enviáramos este regalo.
Pensó que te gustaría tener un poquito de Dios para darte calor.
La señora Murphy murió hace tres días. Estaba muy feliz.
Pasa a visitarnos nuevamente algún día.
Cariños, Hermana Claire Roberts.
Christopher De Vinck
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