Xian Zhi era hijo del famoso calígrafo Yi Zhi. Cuando su padre trabajaba en el estudio, el pequeño solía contemplar cómo trazaba los ideogramas en el papel de arroz. Con los pinceles chorreando tinta, el artista plasmaba espíritu y personalidad en los papeles. Poco a poco, el hijo también adquirió el hábito de escribir. A los pocos meses progresó tanto que los amigos y vecinos empezaron a alabarlo sin cesar. El pequeño se sentía engreído creyéndose ya un buen calígrafo.
Cierto día escribió una docena de caracteres y se los mostró a su padre, esperando de él un generoso elogio. Después de examinarlo un momento, el famoso calígrafo, que se había dado cuenta de la vanidad de su hijo, no hizo ningún comentario. Cogió el pincel y agregó un pequeño trazo en un ideograma, convirtiéndolo en otro carácter distinto, y le dijo:
—Enséñaselo a tu madre, a ver qué dice.
El pequeño fue a buscar a su madre en espera de un juicio alentador.
—Mamá, ¡mira lo que he escrito! Se parece al estilo de mi padre, ¡a que sí!
Aunque la señora no era calígrafa, entendía la técnica de ese arte y solía emitir unas opiniones muy acertadas al respecto. Después de mirar durante un instante la obra de su hijo, le dijo:
—Has progresado, pero te falta mucho para conseguir el brío y la perfección de su caligrafía. En este carácter que has escrito, sólo este trazo se parece mucho a su estilo, y lo demás no tiene nada que ver señaló, poniendo el dedo justo en el trazo que acababa de agregar el calígrafo.
Avergonzado, el niño se dirigió a su padre y le preguntó:
—Después de tantos días de práctica, ¿por qué no he podido dominar aún el secreto de tu arte?
—Es muy sencillo, hijo, ¿ves las tinajas que hay en el patio? Cuando empecé a aprender la caligrafía, me dijeron que había que llenar de agua las dieciocho tinajas. Y el día que se agotara el agua haciendo tinta para los ejercicios, sería un buen calígrafo. Lo hice, por eso escribo mejor.
Sin decir una palabra más, el niño entendió perfectamente. Corrió hacia el patio y durante toda la mañana estuvo trabajando para llenar de agua aquellas enormes tinajas. Se puso a practicar día y noche.
Veinte años después, cuando agotó la última gota del agua, llegó a tal dominio de la caligrafía china que fue consagrado como el «Santo de los Pinceles».