Morena por el sol de mediodía que en llama de oro fúlgido la baña, es la agreste beldad del alma mía, la rosa tropical de la montaña.
Dióle la selva su belleza ardiente; dióle la palma su gallardo talle; en su pasión hay algo del torrente que se despeña desbordado al valle.
Sus miradas son luz, noche sus ojos; la pasión en su rostro centellea, y late el beso entre sus labios rojos cuando desmaya su pupila hebrea.
Me tiembla el corazón cuando la nombro; cuando sueño con ella, me embeleso; y en cada flor con que su senda alfombro pusiera un alma como pongo un beso.
Allá en las soledad, entre las flores, nos amamos sin fin a cielo abierto, y tienen nuestros férvidos amores la inmensidad soberbia del desierto.
Ella, regia, la beldad altiva, soñadora de castos embelesos, se doblega cual tierna sensitiva al aura ardiente de mis locos besos.
Y tiene el bosque voluptuosa sombra, profundos y selvosos laberintos, y grutas perfumadas, con alfombra de eneldos y tapices de jacintos.
Y palmas de soberbios abanicos mecidos por los vientos sonoros, aves salvajes de canoros picos y lejanos torrentes caudalosos.
Los naranjos en flor que nos guarecen perfuman el ambiente, y en su alfombra un tálamo los musgos nos ofrecen de las gallardas palmas a la sombra.
Por pabellón tenemos la techumbre del azul de los cielos soberano, y por antorcha de himeneo la lumbre del espléndido sol americano.
Y se oyen tronadores los torrentes y las aves salvajes en conciertos, en tanto celebramos indolentes nuestros libres amores del desierto.
Los labios de los dos, con fuego impresos, se dicen en secreto de las almas; después . . . desmayan lánguidos los besos . . . y a la sombra quedamos de las palmas.
Manuel María Flores
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