La Guerra de los Colores
Un buen día, los colores se declararan la guerra. Cosa normal, si tenemos en cuenta que cada uno de ellos pensaba que era mejor que los demás. El amarillo no paraba de pavonearse de su valía, pues el oro es el elemento más valioso de todos. El rojo se enorgullecía de su fuerza y su poder, puesto que es el que está más presente en las guerras. El verde no se cansaba de alabar la naturaleza, en la que era el rey. Bien, cada uno de ellos hablaba tanto de él mismo, que la discusión duró horas y horas y se pelearon muy y mucho. Como consecuencia de todo esto, el mundo perdió todos los colores. Desde este hecho, nada de la vida hacía ninguna gracia, miraras donde miraras no podías ver lo más mínimo de belleza. Entonces, los hombres, preocupados, se reunieron para ver qué se podía hacer. Finalmente, decidieron crear un símbolo de paz y crearan el Arco iris. En él colocaron todos y cada uno de los colores y, al acabar, les mostraron los resultados. Los colores, al ver que la armonía entre los diferentes tonos producía una belleza difícil de encontrar, experimentaron algo mágico. Se dieron cuenta que cada uno de ellos tenía algo que complementaba a los demás y que cada uno tenía un valor específico. En este preciso momento, los colores decidieron enterrar el hacha de guerra e izar la bandera blanca de la paz, y nunca jamás se volvieron a pelear. Cada persona tiene potencialidades útiles para las otras personas que, a la vez, las complementan. Nadie es imprescindible, pero todo el mundo es necesario. Sepamos buscar en nosotros mismos y en los demás aquello que nos hace únicos y respetémonos mutuamente todas las potencialidades.
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