Vuelvo a contar mis dedos. (La flor helada, la desconocida cabeza que me acecha se descuelga y da voces), yo miro las paredes y sus frutos redondos y veloces, hago cálculos, sumo piedras, cenizas, nubes y árboles que persiguen a los hombres y perlas arrancadas de malignos estanques o de negros pulmones sepultados y horriblemente vivos.
La araña que desciende a paso humano me conoce, dueña es de un rincón de mi rostro, allá anida, allí canta hinchada y dulce entre su seda verde y sus racimos. Afuera, región donde la noche crece, yo le temo, donde la noche crece y cae en gruesas gotas, en mortales relámpagos. Afuera, el pesado aliento del buey, la vieja fiebre de alas rojas, la noche que cae como un resorte oscuro sobre un pecho.