EL HADA Y LA LUNA
- ¿Qué ves cuando me miras?-, preguntó la Luna a la pequeña figura que se había posado junto a ella, observándola. Pero la ligera hada nada dijo, nada pronunció, sino que siguió allí, atentamente, estudiando los rasgos de aquella que iluminaba el cielo cada noche. -¿Qué ves?-, volvió a repetir, pero el diminuto ser nada dijo.
Y, así, una frente a la otra, las estrellas fueron pasando a su lado, saliendo, escondiéndose, cambiando de lugar, ocultándose entre las nubes, guiando a los viajeros perdidos... para, finalmente, desaparecer y dar paso al día.
Fue entonces, cuando ni tan siquiera el primer rayo de luz había aparecido por el horizonte lejano, que el hada se levantó, dejando que sus transparente alas se envolviesen con la luz mágica que existe entre la noche y el día: un diminuto punto de luz en medio de miles parecidos. Pero era especial. Ninguno más era como ella, ni lo sería nunca. Alzó los brazos, sonrió alegre a la mañana que nacía, mientras sus pies seguían posados en la Luna. Cerró los ojos, para sentir mejor la transición de la noche y el día.
Y, mientras, la Luna observaba fascinada: nunca antes había visto tal despliegue de luz, ella, que siempre había gobernado el cielo, se sentía pequeña e indefensa ante tan grande fuerza. Tan rápido como empezó, acabó todo, y, de nuevo, ahí estaba, la pequeña hada sentada, observándole atentamente, tan diminuta, tan ligera, pero tan fuerte, tan poderosa. Nada se dijeron. No hizo falta.
¿Qué ves cuando me miras? Veo tu luz...
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