En un complejo de apartamentos de El Saler,
en las playas de la costa Valenciana, veraneaba
una familia cuyos padres no pasaban casi parte
del verano allí porque tenían trabajo en la ciudad.
Generalmente la casa estaba a cargo de la
hermana más mayor pero en aquella ocasión la
madre SI estaba. Pero cansada, tanto que se
marchó a dormir y lo hizo en el salón de la casa.
Mientras tanto, dos de las hijas
(hermanas de nuestra querida Lorena),
concretamente la mayor y la menor, estaban
pasando un rato divertido abajo junto a dos
invitados de la casa, un amigo de la familia de su edad,
y una prima a la que llamaremos Merche
(y que seguramente seguirá apareciendo por estos lares).
Se divirtieron haciendo experimentos de levitación
que no resultaron y viajes astrales que sí que
dieron algún que otro fruto. Ya entrada la
noche la hermana pequeña se marchaba
hacia casa mientras el resto quedaba abajo,
ya más tranquilos, mirando las estrellas.
Entonces pasó algo: escucharon el susurro de
unas pisadas, y muchos ojos atónitos
descubrieron que las pisadas eran reales pero
invisibles... estaban pisando el césped y se
mostraban las huellas. Chillaron y corrieron hacia
la entrada del edificio y entonces pasó algo más:
las luces del edificio entero se apagaron y sobre
él aparecieron otras luces, enormes, naranjas,
casi fosforescentes, que venían en
dirección al complejo desde la playa.
No soportaron el miedo y corrieron escaleras
arriba hacia el hogar, donde justamente
la hermana pequeña acababa de entrar.
Se escondieron en la habitación agitados tratando
de no despertar a la madre y
hablaron de lo que habían visto.
Al día siguiente la madre les
preguntó qué había pasado.
Ella había presenciado algo pero no quería contarlo,
antes quería escuchar las versiones
de los hijos y amigos.
Cuando terminaron de contar su experiencia,
la madre les confesó que aquella noche
entreabrió los ojos y vio, a través de la persiana
no del todo cerrada y de sus agujeritos,
unas enormes luces que se movían con mucha agilidad.