Solía dormir en la oficina de Correos de la calle Cinco. Yo alcanzaba a olería antes de dar la vuelta a la esquina y llegar a donde ella dormía, junto a los teléfonos públicos. Olía a la orina que se le escurría por entre las sucias capas de ropa y a las caries de su boca casi desdentada. Si no dormía, entonces pasaba el tiempo mascullando incoherencias.
A las seis de la tarde cierran la oficina de Correos para mantener fuera a los vagabundos, ella se enrosca en la acera, hablando consigo misma, moviendo la boca como si tuviera las mandíbulas desencajadas, atenuados sus olores por la suave brisa.
Una vez, el día de Acción de Gracias, nos sobró tanta comida que yo la envolví, me disculpé un momento y conduje el coche en dirección a la calle Cinco.
La noche era gélida. Las hojas giraban en remolinos por las calles y apenas había alguien en la calle, aunque sólo unos pocos de aquellos desamparados estaban abrigados y cómodos en algún hogar o asilo; pero yo sabía que la encontraría.
Estaba vestida como siempre: las cálidas capas de lana ocultaban el viejo cuerpo encorvado. Sus manos huesudas sujetaban un «precioso» carro de la compra. Estaba acuclillada contra una verja de alambre, frente al parque infantil, al lado de la oficina de Correos. «¿Por qué no habrá escogido algún lugar más protegido del viento?» pensé, dando por supuesto que estaba tan chiflada que ni siquiera tenía el sentido común necesario para acurrucarse en algún portal.
Aproximé al bordillo mi reluciente coche, bajé el cristal de la ventanilla y le dije:
—Madre... tal vez quisiera...
Se quedó azorada ante la palabra «madre». Pero es que era... es... de una manera que no puedo entender bien.
—Madre —volví a empezar—, le he traído un poco de comida. ¿Le gustaría un poco de pavo relleno y pastel de manzana?
Al oírme, la anciana me miró y me dijo muy claramente, con nitidez, mientras los dos dientes de abajo, flojos, se le movían mientras hablaba:
—Oh, muchísimas gracias, pero en este momento estoy llena. ¿Por qué no le llevas eso a alguien que realmente lo necesite?
Sus palabras eran claras, sus modales refinados. Después me dio por despedida y volvió a hundir la cabeza entre los harapos.
Bobbie Probstein
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