Hace mucho tiempo, durante una guerra terrible que asolaba los campos, una madre y sus dos hijos pequeños vivían en una casita, cerca de un bosque. El padre de los niños estaba en la guerra y ellos estaban tristes pensando en él. Eran malos tiempos. Los soldados pasaban y se llevaban todo lo que habían plantado en el huerto, sus gallinas, sus cerdos y cualquier otra cosa comestible que encontraban. Sí, eran muy malos tiempos. Por suerte tenían buenos vecinos y se ayudaban mutuamente en lo que podían.
Pero las guerras no solo son duras para las personas. También son muy malas para los árboles. Los bosques alrededor de la casa habían sido heridos por el fuego de los cañones, o cortados para hacer hogueras que calentasen a los soldados.
Cerca de la casa de Ana y Juan, que así se llamaban los niños de nuestra historia, una gran batalla había destruido todos los grandes árboles pero un abeto joven seguía intacto. Era tan pequeño aún, que las balas de cañón le habían pasado por encima sin tocarlo. El pequeño abeto se había puesto muy triste al ver a sus mayores morir de forma tan cruel. Él ya sabía que el destino de todos los árboles es morir algún día, pero después de haber ayudado a las personas de muchas maneras; construyendo sus casas y sus muebles o siendo mástil de un gran barco de guerra. "¡Eso si sería un bonito destino!", pensó el pequeño árbol. Imaginó las velas que él sustentaría firmemente, incluso en la peor de las tormentas y como los marineros alabarían su entereza y gallardía. Pero era demasiado pequeño para eso. Pensaba, asustado, que la guerra podía terminar sin que él hubiera podido hacer nada útil.
Nadie parecía darse cuenta de su existencia hasta que una mañana vio que una mujer y dos niños se aproximaban. La niña tosía mucho pero el niño y su mamá parecían bastante fuertes. Se le acercaron decididos y para deleite del árbol, la mamá saco una pequeña hacha y cortó su delgado tronco. "¡Esto si que es una aventura - pensaba el arbolito -. Quizá esta señora y sus hijos construyen barcos diminutos y me usaran como mástil de uno de ellos...!"
Juan y su mamá, pusieron el árbol en una esquina del comedor de la casa, y lo colocaron bien recto."¿Qué irán a hacer conmigo?", se preguntaba el abeto, pero cuando vio que los niños cogían sus juguetes viejos y los colgaban de sus ramas y empezaron a decorarlo con pequeños trozos de cintas, comprendió que se había convertido en un Árbol de Navidad. Por un lado, no había mejor destino que ser Árbol de Navidad, pero por otro a él le hubiera gustado ser un potente mástil que desafiara vientos y tempestades en medio de los océanos. Como no tenía muchas opciones, decidió que sería el mejor Árbol de Navidad del mundo. Enderezó sus ramas tanto como pudo, y cuidó de que no se le cayera de ellas ningún juguete ni adorno cuando la pequeña Ana, que apenas había comido por culpa de la fiebre y la tos, se le acercaba tambaleando un poco, para acariciar sus verdes ramas.
La mamá de Juan y Ana, a falta juguetes nuevos, les contó esa noche bonitos cuentos de hadas y duendes, historias de la Biblia y relatos de otras navidades pasadas, hasta que los niños se durmieron El Árbol escuchó bien atento todas y cada una de las palabras y las recordó, porque los árboles tienen la mejor memoria de todas las plantas. No son como la hiedra, que recuerda solo lo que quiere o como el césped que se olvida de todo.
Aún estuvo unos días el Árbol en la esquina de la sala, pero no vio a la pequeña Ana, que estaba en cama, muy enferma. Él quería ayudar pero todo lo que podía hacer era seguir sosteniendo los juguetes en sus ramas que, por cierto, ya empezaban a dejar caer algunas de sus agujas lo que le producía un ligero dolor. Esa era la parte desagradable de ser un Árbol de Navidad.
Una mañana, Juan y su mamá, le descolgaron todos los juguetes y lo llevaron al cobertizo. "No lo cortemos todavía", dijo Juan. La mamá estuvo de acuerdo. Además no tenia tiempo para eso. Estaba siempre al lado de Ana, que empeoraba.
El pequeño abeto levanto la vista y vio una familia de ratones que lo miraba atentamente. "No pareces muy bueno para comer", dijo el ratón mas joven. "Estoy de acuerdo - dijo el Árbol, que nunca había oído hablar de ningún abeto que hubiera servido de comida a los ratones - pero es posible que pueda ser bastante útil como caliente cama para todos vosotros". Los ratones pensaron que era una buena idea, y entraron hasta el mismo corazón del Árbol, refugiándose entre sus ramitas.
El viento fue muy fuerte esa noche y hacia mucho frío. Los pequeños ratones estaban hambrientos y no podían dormirse. El Árbol recordó a la mamá de Juan y Ana. "Yo no puedo darles comida, pero sé los mas bonitos cuentos que nadie haya oído jamás". Y contó todas las historias que escuchó contar a la mamá de los niños, hasta que los ratoncitos se durmieron entre sus cálidas agujas. Y el Árbol también se durmió. Ya se estaba secando y se sentía muy cansado.
Dos días después, ya no quedaba leña en el cobertizo. El padre ratón le dijo al Árbol; "Ellos te quemarán muy pronto". "¡Ojalá pueda quedarme despierto el tiempo suficiente para hacer un buen fuego...!", contestó el Árbol.
La mamá de los niños entró al poco rato y cortó el Árbol en pequeños trozos. En la sala hizo un gran fuego, y trajo a la pequeña Ana junto al calor. "¡Dios quiera que rompa la fiebre con todo este calor y el olor a pino que desprende este arbolito"! Y el Árbol, oyendo esas palabras, ardió tan fuerte y tan caliente como pudo y de cada uno de sus trozos sacó hasta la última chispa del calor que contenían.
Al amanecer, la fiebre de Ana había desaparecido y sólo quedaba un montoncito de cenizas del pequeño Árbol en la chimenea.
Su destino se había cumplido como el de todo Árbol. Siendo útil a las personas hasta el final. Y más allá del final, porque nos dejó este bonito cuento.
Autor Anónimo
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