Preguntaron a
una madre cuál era el secreto para conseguir que sus hijos fueran tan
amados por los demás, y ella respondió: "Mi primera lección es
enseñarles a sonreír".
Y resumía así los consejos que ella da a sus hijos:
Sonríe, sonríe, hasta que notes que tu continua seriedad o tu severidad habitual hayan desaparecido.
Sonríe, hasta que logres que el calor de tu rostro alegre, caliente tu corazón que tiende a ser frío.
Recuerda que
tu sonrisa tiene un trabajo que hacer: ganar amigos para ti, y almas
para Dios. Puedes ser apóstol con sólo sonreír.
Sonríe a los rostros solitarios.
Sonríe a los rostros enfermos.
Sonríe a los rostros arrugados de los ancianos.
Sonríe a los rostros sucios de los pordioseros.
Deja que en tu familia todos gocen de la belleza y de la inspiración que provienen de tu rostro sonriente.
Cuenta,
si quieres, el número de sonrisas que la tuya haya despertado en otros
durante el día. Ese número representa cuántas veces tú has fomentado la
felicidad, la alegría, el ánimo y la confianza en otros corazones. La
influencia de la sonrisa se extenderá hasta donde tú ni siquiera
alcanzas a sospechar.
Tu sonrisa te abre muchas puertas, allana las dificultades y hasta puede obtenerte excepcionales favores.
Puede ser un comienzo de conversión a la Fe.
Puede ganarte un sinnúmero de verdaderos amigos.
Y sonríe
también a Dios: aceptando lo que Él quiere que te suceda, porque ya
sabes que todo redunda en bien de los que aman al Señor.
Sufrir con amor es delicioso, pero sonreír en el sufrimiento es el arte supremo del amor.
Sonreír en el
sufrimiento es cubrir con pétalos vistosos y perfumados las espinas de
la vida, para que los demás sólo vean lo que agrada, y Dios, que ve en
lo profundo, anote lo que nos va a recompensar.
Y así
obtendrás que en el último día, Cristo, tu Juez, te sonría también
satisfecho y te lleve a donde nunca vas a dejar de sonreír.
(Del libro: "17 Maneras de Amar", P. Eliécer Sálesman)
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