No deja de ser curioso que lo llamemos vil metal apreciándolo tanto. Es como si nos refiriéramos a quien nos maltrata como dulce verdugo. Qué impulso tan extraño el que nos empuja a correr hacia lo detestable y huir de lo auténticamente deseable. “Amé a quienes no tuve y desamé a quien quise”, decía un verso de Aleixandre que expresaba con extrañeza esta contradicción. Ahí está el oro, una variedad, según los entendidos, inversa de la caca. Había una fábula de Esopo, una gallina que ponía huevos de oro. Del culo salen a menudo las cosas más preciadas, y de la cabeza, con frecuencia, las ideas más horribles. Nos gustaría que fuera al revés, pero lo cierto es que de momento nos matamos por la pasta a la vez de despreciar a los ricos. Como contrapartida, valoramos mucho el pensamiento filosófico, aunque de lejos, al modo en que, prefiriendo los documentales de la 2, nos emborrachamos con El diario de Patricia. Oro, oro, oro a manos llenas. Observen su luz, su color, su textura, sus seductores parpadeos. Como la mierda, se presenta suelto o en lingotes, a gusto del consumidor. El de la fotografía parece el producto de una diarrea, de una descomposición, de un desbarate. No se pierdan cómo chorrea por entre los dedos de la mano que lo muestra a la cámara. El oro carece de valor intrínseco, sólo posee el que le atribuimos. En tiempo de crisis, en vez de bajar de precio, que sería lo lógico (¿para qué sirve a fin de cuenta?), sube como la espuma. Quiere decirse que, aunque nos gustaría conducirnos por la razón, vivimos dominados por los intestinos.
Fotografía de Mustafá Ozer
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