HUMANIZAR A DIOS
José María Castillo, teólogo
En la clausura del Parlamento de las Religiones, celebrado en Barcelona, hace más de un año, Federico Mayor Zaragoza, presidente de Cultura y Paz y exsecretario general de la Unesco, dijo esto: "Apelo a las religiones a que eleven juntas sus voces en favor del entendimiento y en rechazo del proceso acción-represalia en que está metido el mundo".
Esto es lo que las religiones tendrían que hacer. Pero, ¿lo hacen? Sabemos hasta qué punto las religiones han sido, con frecuencia, agentes de violencia y de muerte. No me refiero solamente a las guerras de religión de otros tiempos. La barbarie del terrorismo suicida, que se disfraza de fe en Dios y de esperanza en la "otra vida", está logrando que la gente que deteste cualquier forma de religión. Impresiona el éxito mundial que ha tenido La Pasión de Cristo, de Mel Gibson. ¿Qué extraña sintonía o atracción han encontrado millones de personas ante la representación "religiosa" de tanta crueldad y tanta sangre? Por otra parte, uno de los acontecimientos más preocupantes de finales del siglo XX ha sido la expansión alarmante, dentro de las tradiciones religiosas más importantes, de movimientos militantes conocidos como "fundamentalismos" (Karen Armstrong). Y sabemos hasta qué punto los grupos "integristas" son los más favorecidos, tanto entre los protestantes de USA, que aplauden a Bush, como entre los católicos más reaccionarios que son apoyados por Roma.
Como es lógico, yo no pretendo, en los reducidos límites de un artículo, analizar las misteriosas y profundas razones que explican la relación entre religión y violencia. Aquí me limito a plantear una pregunta que, en cualquier caso, toca fondo en este asunto. ¿En qué Dios creen quienes invocan motivos religiosos para justificar cualquier forma de violencia? Me refiero a toda forma de violencia. No sólo a la de las guerras o el terrorismo. Estoy pensando también en la violencia que supone privar a las personas de su libertad, de sus derechos, de su dignidad. Más aún, estoy pesando en la violencia que margina o excluye a grupos enteros, como es el caso de las mujeres, los homosexuales, los que provienen de otros países, otras religiones, otras culturas. Y, sobre todo, estoy pensando en la violencia de un Dios que necesita la sangre de su Hijo para perdonar y salvar a los que le ofenden, o sea que necesita sacrificio, violencia y muerte para perdonar las ofensas que recibe. Resulta aterrador pensar que Dios sea efectivamente así. Porque de semejante Dios se puede temer cualquier cosa. Y, lo que es peor, los representantes de ese Dios en la tierra se pueden sentir autorizados para prohibir o imponer lo que sea. ¿Se comprende ahora por qué hay imanes que predican la "guerra santa", rabinos que bautizan a los tanques con el esperpéntico nombre de las "torres de Dios", o sacerdotes cristianos que prohíben usar el preservativo aun a sabiendas de que eso va a servir para que el sida se propague y mate a miles de criaturas?
Estoy hablando de cosas que entrañan una gravedad extrema. Ahora bien, todo esto no tendrá solución mientras no tengamos la libertad y la audacia de afrontar el problema de fondo. El problema que consiste en saber si podemos imaginar a Dios, no sólo distante de lo humano, sino incluso (en no pocos casos) enfrentado a lo humano y hasta rival de lo más humano que hay en nosotros. Digo esto porque, si las religiones han deshumanizado tantas veces a la gente, eso se explica porque las religiones han creído con frecuencia en dioses sencillamente inhumanos.
Por eso, la primera tarea que tendrían que plantearse las religiones, en este momento, debería ser el empeño por depurar sus representaciones de Dios de cuanto pueda presentar a la divinidad enfrentada (de la manera que sea) a la humanidad. Los cristianos creemos en el misterio de la "encarnación". Con eso queremos decir que, cuando hablamos de ese "misterio", nos estamos refiriendo, no sólo de la divinización del hombre, sino igualmente de la humanización de Dios. Es decir, en Jesús de Nazaret, Dios se nos ha dado a conocer fundido y confundido con lo humano. Por eso, Jesús nos enseña a pensar la trascendencia de Dios de otra manera. Cuando Dios, en Jesús, se identifica con todo lo que es sufrimiento y desamparo en este mundo (Mt 25, 31-46), lo que en realidad está diciendo es que Dios nos trasciende, no porque tiene más poder, más saber y más grandeza que todos nosotros, sino porque es tan profundamente humano que en él queda superada y desterrada cualquier forma o manifestación de inhumanidad. Es verdad que a los cristianos nos resulta difícil entender esto así. Porque la imagen de Dios, que muchos tienen en su cabeza, es una mezcla del Dios del Antiguo Testamento, el Dios de la filosofía griega y el Padre que nos enseña el Evangelio. O sea, una mezcolanza de la que no puede resultar sino mucha confusión y dudas insolubles.
La amenaza de las religiones consiste en que, con frecuencia, deshumanizan a sus adeptos y provocan conductas inhumanas. La fe cristiana nos dice que solamente podemos creer en Dios en la medida, y sólo en la medida, en que seamos tan profundamente humanos que no seamos capaces de hacer daño a nadie y, sobre todo, cuando lleguemos al extremo de saber que encontramos a Dios haciendo felices a los demás.
José Mª Castillo