Nos faltan. Les echamos de menos. Decimos que se nos han muerto, que algo de nosotros fallece en su irse. En cierto sentido, siempre estamos de despedidas. Incluso en el momento de conocernos, bien sabemos que, tarde o temprano, nos separaremos, quizás sin palabra alguna. Por eso la generosidad que exige el amor es la de asumir que no cabe retención, que no nos tendremos jamás. Hasta un hijo acabará por emprender su propio vuelo, en ocasiones de largo alcance. Pero nada es comparable a su pérdida definitiva, algo que ni siquiera en sueño puede soportarse.
El corte se presenta en toda su crudeza. No hay nada que hacer, salvo aprender a vivir en esa carencia que abre la vida y la marca, definiendo los tiempos irremisiblemente en un antes y un después. Toda la ayuda, todo el afecto y la complicidad del mundo, toda la compañía podrán favorecer que se prosiga en el vivir, pero siempre con una herida decisiva. Tal vez pueda hacérsela fructificar, pero es inútil tratar de olvidar. Más vale propiciar el buen recuerdo y, con afecto y con tiempo, convivir con esta quiebra fundamental. Y tratar de hacerlo sin perder la dignidad de un ser vivo.
También eso que llamamos "ley de vida" se impone y la supuesta naturalidad con la que la invocamos expresa más la resignación que el consuelo. Se van nuestros mayores, nuestros padres, y siempre fallecen algo a destiempo, dejándonos, con independencia de la edad que tengamos, en una orfandad sin paliativos. Sin su presencia, sin su referencia, incluso para disentir o discutir, se hace un vacío. Son ya para siempre quienes no están. No hay línea telefónica, ni visita, ni celebración, ni paseo. No hay conversación, ni tan siquiera la que se mueve deliciosamente por la superficie. No están.
Solo quien ama puede precursar la muerte. En definitiva, querer a alguien es saber que puede perdérsele, que se habrá de perder. La muerte del amigo, de la amiga, nunca reemplazable, sin sustituto, exige comprender que hemos de vivir sin los que más nos faltan, los que con su ausencia dan otra dimensión a nuestra presencia. Son los que se nos han ido, pero están siempre constituyéndonos. En cada encuentro casual con alguien, cuando manifestamos el deseo, pocas veces cumplido, de quedar, de reencontrarnos, estamos perfilando esa íntima relación entre el afecto, la despedida y la muerte.
Pero no sólo nos faltan quienes no están ya, sino también quienes no están todavía. Podemos echar de menos a quienes no conocemos ni quizás conoceremos en tanto que restan por venir. Quizás estemos a tiempo. Tal vez lleguen encontrándonos vivos.