Sabemos dónde está
Sí, ocurre cuando la tecnología se mide en términos absolutos, capitalistas, funcionales. Entonces, una pantalla te permite saber dónde se encuentran tus hijos, esas criaturas tiernas, a merced de cualquier peligro, o los adolescentes, esos seres hoscos, misteriosos. O que tu perro, o tu gato, solo en casa, pueda ser visto como un punto luminiscente, vivo.
Decían, esos mitos de las estrellas, que se convierten en realidades de papel y rumores, que Demi Moore había colocado implantes en las muelas de sus hijas. Miedo al rapto, o, más adelante, a la vida errática de los niños de actores. Benditos avances: la angustia, esa "maladie" moderna, ha encontrado un alivio y una espuela en la imagen. Lo que se ve, es cierto.
Los padres se confiesan más seguros: uno de los pilares de las relaciones familiares, la confianza, se vulnera bajo cuerda. Ellos no confían en los niños. Saben que beben, pese a las tan traídas y llevadas conversaciones, educación y normas. Saben que se exponen, como los adolescentes han de hacer. Los jovencitos, a su vez, mienten, como nadie espera que dejen de hacer. En estas normas tácitas, un tanto absurdas, pero útiles, la tecnología inserta un pie: aquí está la realidad.
Y permite que el hombre que te maltrata, la novia celosa que te controla, el jefe invasivo, sepa de tus pasos. Ningún lugar resulta seguro, porque la obsesión por esa seguridad la vulnera y la convierte en control. En algo subjetivo, en lo que otro, sano o no, perciba. Un móvil perdido puede suponer el horror para los parientes, o la confirmación, para la Policía, de que la posible víctima continúa con vida.
La pantalla del ordenador ha dejado paso a la minúscula superficie del móvil: todo lo grande se transforma en pequeño, pero lo pequeño da imagen de que somos los adultos. Los adolescentes, como amplificadores histéricos, denuncian que bebemos demasiado, que nos falta afecto, sentido en la vida, sinceridad y confianza. Si una pantalla les controla a ellos, con sus padres al otro extremo, a nosotros nos buscan las de los aeropuertos, las tiendas, los edificios públicos. A los que son conocidos, otras menos clementes les graban.
Nos encuentran hurtando pequeños objetos en tiendas, orinando en las esquinas, con una borrachera que se excusa al día siguiente como una prueba de estrés y ligereza. Ellos, los niños de las cámaras, no hacen nada que no les hallamos enseñado.
ESPIDO FREIRE
Escritora. Licenciada en Filología inglesa por la Universidad de Deusto.