Siempre me ha desconcertado que un reloj que es mío coincida tanto en hora con el de los demás. Me parece tan singular, tan propio, tan identificativo, que no alcanzo a comprender, al menos en primera instancia, cómo puede compartir el tiempo hasta llegar a tener que ver con otras vidas. A pesar de que le pertenezco tanto, me cuesta acompasar el ritmo de mi respiración, el ritmo de mi sangre, con su latido. Él, a su modo, también palpita. Y sé que también le cuesta.
Quizá me hice mayor cuando llegué a tener uno de pulsera, ese que se recuesta junto a nuestra muñeca y se asoma curioso por los bordes de la camisa. Tuve que modificar mi mirada y a aprender a vivir a otros ritmos. No sé si más pausados, sí, al menos, más medidos. Últimamente no solo me fijo en los ojos de los demás, es como si también encontrara su mirada en el brillo del cristal que parpadea en su reloj. Cuando miran el mío, sé que no buscan solo las horas.
Si en determinada ocasión olvido mi reloj, noto una cierta desnudez, una dislocación y no, como algunos dicen, liberación alguna. Lo quiero conmigo. Al dejarlo cada noche en la mesilla presiento que me estoy despidiendo de algo, de alguien. Me resulta difícil acostarme con reloj. En todo caso, disponerme a descansar supone un cierto desprendimiento del tiempo. Y lo hago. A pesar de tanta precisión incorporada, hay también una no coincidencia con él que siento muy mía. Tiene su vida y sus cosas. Por ejemplo, sigue resultándome gracioso el hecho, que es ya un dicho, de que hasta un reloj parado da bien la hora un par de veces al día. Es como si parado estuviera aguardando su ocasión para encontrarse en hora con los otros. Su detención no es una parálisis, sino una espera. Y si me lo regalan, considero que desean que viva más que yo mismo, casi que sobreviva, que perviva, y me siento más querido.
En todo caso, nada es menos erótico que mantener una relación con el reloj puesto. No solo puede resultar incómodo, es que es improcedente, descuidado, delator. Y no digamos lo que desmotiva que alguien lo mire sin cesar, tanto en semejante ocasión como cuando alguien nos habla. Prisa o aburrimiento, dos formas de huir.
Hay algo de fotografía en el reloj de alguien. Cuando no está, mirarlo es ver el rostro del tiempo del otro. Emociona. Y al desprenderme de él pienso que tal vez me sobrevivirá. Por eso, si se tiene más de un reloj y más de un hijo no es fácil decidir a quien dejar cada uno. Incluso prestárselo me parece que les envejece. Heredar el de un hijo resultaría insoportable. De todos modos, es un privilegio que alguien continúe la existencia sintiendo el latido de nuestro vivir. Que sean ellos lo que reciban mi reloj. Les ofrezco tiempo. El que solo tengo si lo doy.