Recién aterrizada aquí desde un país vecino, Holanda, me molestó la conducta de las en las tiendas. Mientras yo aguardaba respetuosamente mi turno, alguna que otra, antes de que le tocara el suyo, hacía una pregunta a la dependienta: “Oye, ¿sabes si ha venido ya mi pedido?”. Entonces, la dependienta se marchaba para ver en el almacén si tal pedido había llegado, alargando con ello mi tiempo de espera. Al principio protestaba (una conducta, por cierto, muy característica de los holandeses): “Señora, todavía no es su turno”. ¡La que se montaba entonces! Fue para mí increíble, ya que ¡la mala! Era yo por no dejarle hacer “una preguntita”. Descubrí, a base de resbalones, a no protestar más en este tipo de situaciones. Entendí que lo que para a mí era una señal de falta de respeto, aquí no era considerado como tal.
En el fondo, lo que en realidad aprendí es que siempre hay un componente cultural y social en lo que calificamos como conductas asociales. No obstante, hay otras actitudes que cada uno de nosotros vive como algo molesto y carente de respeto y que nos causan frustración, indignación e incluso, en ocasiones, falta de sueño.
Desde hace un tiempo, en algunos países del norte de Europa proliferan los cursos para aprender a lidiar en estas situaciones. Aprender a manejarlas resulta cada vez más necesarios.
La hostilidad del otro
Bernabé Tierno, psicólogo, escribe en El País Semanal que vive con tristeza cómo la “burricie” cada día prima más sobre el civismo y las buenas maneras. Él mismo fue testigo de una escena desagradable que hoy en día ya no es infrecuente. Se acercó a un grupo de jóvenes que estaban rompiendo a patadas una papelera, que dejaba la acera llena de suciedad. “Sed buenos chicos”, les dijo. “La ciudad es de todos y hay que cuidarla entre todos”. Le cayó una avalancha de insultos, burlas y amenazas hasta temer que le agredieran.
Según Hans Kaldenbach, experto en las conductas antisociales y pedagogo (Holanda), es muy importante la manera en que uno se enfrenta a un grupo de jóvenes. Del modo en que lo haga dependerá que te hagan caso o que directamente te insulten. “La clave está en preguntar en vez de pedir, ordenar o sermonear”, según este experto. En su opinión, es aconsejable decirles algo como: “¿Qué te hizo la papelera para que la emprendas contra ella?”. Puede parecer rara esta pregunta, pero el efecto es que el otro se para un momento para pensar. Esto puede sacar le de su ataque de agresividad, con lo que ya tienes resuelta parte del problema. Los jóvenes no quieren ser sermoneados, ya que están en la etapa de su vida en que quieren encontrar sus propias formas, ideas y modo de vivir. Se revelan contra mensajes del tipo “deberías”, “eso no se hace”, “para de una vez…”. Si se les toma en serio, están mucho más dispuestos a colaborar.
Más lecciones
Otra recomendación de Kaldenbach es la siguiente: “No se trata de tener la razón, aunque la tengas. Se trata de comentarle al otro lo que no quieres que haga. Hay que atenerse a los hechos y no pronunciar un juicio, como por ejemplo decirle que es asocial o agresivo”. Veamos otro ejemplo que viví en primera persona. Al lado de mi casa hay un lavadero, el típico de los pueblos. Tiene un pequeño jardín con un banco donde, normalmente, se sientan los más mayores del pueblo. Durante el día es un remanso de paz, sin embargo, por las noches no es así. Los jóvenes del pueblo lo utilizan como punto de reunión desde el que se marchan a otro pueblo más grande con discoteca. Los primeros que llegan aparcan sus motos contra el banco, justo debajo de mi cuarto, con los motores encendidos. Llaman a sus amigos para preguntarles dónde están, vociferando y gritando. Hasta que están todos puede pasar una hora o dos. ¿Qué hago? Sus gritos me impiden dormir. Así que decido ir a hablarles. Primero respiro hondo un par de veces para no salir como una fiera. Sé que al explotar no pondría las cosas en si sitio y no llegaría a lo que quiero: silencio. Como dice Kaldenbach: “La irritación irradia agresividad. Esto no funciona, aunque tengas toda la razón del mundo”. En zapatillas y pijama me dirijo al grupo: “¡Hola, chicos! ¡No puedo dormir”. Me miran algo sorprendidos y extrañados, pero no son hostiles. “Una cosa, ¿qué os parece si os reunís al otro lado del pueblo, donde hay un parque sin casas a su alrededor? Allí no molestáis a nadie.” “Bueno”, dice uno. “Pero, es que allí las farolas no funcionan y casi no hay luz”. A lo que yo les contesto: “Pero, eso no es un problema, se puede arreglar”.
“Entendéis que quiero dormir, ¿verdad?”. Algunos asienten con la cabeza. No me ha salido mal el sermón. Ellos no tardan en irse. Aunque no lo diga de corazón, decirles algo positivo aumenta la posibilidad de que te escuchen. Como al chico que para su coche delante de tu casa con la música a tope” “Bonita música. Pero , ¿te importaría bajarla el volumen?”.
Tampoco viene mal hacer alguna broma y utilizar el humor. Por ejemplo, si te dicen: “Pero, ¿ya te vas a la cama? ¡Qué ridículo!”. Les puede contestar: “Pero no veis que soy una marmota?”.
Veamos otra situación: estoy en el tren. El viaje durará varias horas, y la persona que tengo a mi lado enlaza una llamada con otra en un tono muy alto. Me lanzo a hablarle antes de que empiece la siguiente llamada: “Perdona, hablas muy fuerte y no puedo concentrarme en mi libro”. Me echa una mirada fulminante y empieza a insultarme. Opto por buscar otro asiento
¿Por qué no me funcionó? Es cierto que se me olvidó utilizar un mensaje “yo”. Le ataqué directamente. No fue una buena entrada para conseguir mi objetivo.
Otra oportunidad
En otra ocasión estaba en un tren de cercanías con una chica enfrente que hablaba en un tono muy alto. Las demás personas también estaban molestas, pero nadie decía nada, En un momento dado, le hice una señal con mi dedo contra mis labios, “chisst”, mientras le señalaba la revista que intentaba leer. La chica se ruborizó y bajó la mirada y también su voz. ¡Qué alivio! Interrumpirla durante su llamada no hubiera dado buen resultado. Ella, al fin de cuentas, ya estaba comunicando y por lo tanto es difícil entablar contacto en, tal como aconseja Kaldenbach.
Cuestión de educación
¿Somos menos educados ahora? Parece ser que sí. Hoy los jóvenes ya no temen a sus padres. Esto es positivo, siempre y cuando no se pierda el respeto. Como dijo Kant: “El hombre sólo puede llegar a ser hombre a través de la educación, y el hombre sólo es lo que la educación hace de él”. Así que recae sobre los padres, profesores y la sociedad en general la tarea de educar a los hijos en los buenos valores. Es un trabajo que nos incumbe a todos y del que obtenemos el mejor resultado cuando predicamos con el ejemplo.
COKS FEENSTRA, PSICÓLOGA