Cuando el PSOE se vio envuelto en una serie de casos de corrupción en los primeros años noventa del siglo pasado, no se hablaba de otra cosa. Las malversaciones, las apropiaciones indebidas, la financiación ilegal, el latrocinio de los caudales públicos eran portadas de periódicos y telediarios día tras día, copaban eso que llaman la “agenda mediática” y determinaban el contenido de los debates colectivos cuyo único punto de incertidumbre residía en averiguar cuál sería el escándalo siguiente.
Hoy la situación es la inversa, ya que afecta al partido de la oposición que, según Aznar, era incompatible con la corrupción. Desde el estallido del caso Gürtel, una trama colosal de presunta corrupción que abarca todo el país, al partido le han salido escándalos específicos en la Comunidad de Madrid (con casos como el supuesto espionaje y Fundescam), en la de Valencia (con el nuevo caso de la basuras de Alicante), en la de las Baleares (con el caso Matas) y ahora en el municipio de Murcia, en donde se repite el guión con fidelidad mecánica: algún alto cargo detenido y la constelación habitual de recalificaciones, funcionarios corruptos, empresarios avispados y chanchullos.
¿Por qué no es este el tema permanente de los medios? ¿Por qué la agenda se enfoca siempre en otra dirección? Suele decirse que el PSOE era partido de Gobierno mientras que el PP es de oposición, lo que no es cierto, porque la corrupción afecta al PP en gobiernos subestatales. Hay quien sostiene que esto es así porque la corrupción es inherente al PP, ya que en un partido sin ideología los cargos y militantes sólo aspiran a controlar los poderes para hacer mangas capirotes con los dineros públicos.
Se dice que los abundantes procesos incoados a miembros del PP por supuesta corrupción no afectan a sus expectativas de voto. Pero puede estar tratándose de una situación del vaso colmado y la consabida gota. Si esta no es el nuevo caso de supuesta corrupción urbanística en Murcia quizá lo sean las declaraciones de Javier Arenas poniendo en duda por enésima vez la imparcialidad de las fuerzas del orden.
Es habitual: al proliferar los casos de corrupción en sus filas, el PP deslegitima la actuación de jueces y policías y, en el colmo del delirio, califica a España de “Estado policial”. Y eso que ya no existe la Brigada Político-Social de la época de la “extraordinaria placidez”.