A los 15 años, en una iglesia rural, el sermón de un cura me marcó. Comenzó con la siguiente pregunta: "¿Dónde buscar a Dios? ¿Dónde encontrarlo?" Nunca he conseguido acordarme de lo que seguía y a menudo lo lamento, pensando que estuve muy cerca de la respuesta… Hoy día, creo que lo que durante siglos se ha denominado "encontrar a Dios", se resume en encontrar el sentido a la vida. Descubrir lo que nos enriquece. Durante los últimos 20 años, la neurociencia ha creado una nueva perspectiva: lo que alimenta nuestra vida no es la razón pura, sino más bien el equilibrio de nuestro cerebro emocional. ¿Y qué es lo que este necesita? Ante todo conexiones, relaciones. Y esto se encuentra solo y exclusivamente en cuatro ámbitos.
La corporalidad. Si no nos autorizamos a experimentar, sentir, tocar, escuchar, observar, centrando toda nuestra atención en el momento presente, si no nos dejamos llevar por completo por el placer, la risa o, más difícil aún, el sufrimiento para ser consciente de uno mismo, entonces nunca conseguiremos estar conectados a nuestro cuerpo. El deporte, como cualquier actividad física, repercute al mismo tiempo en nuestra atención, flexibilidad y fuerza: la resistencia de las células sería otro nexo de unión con nuestro cuerpo. Al meditar o escuchar a los demás, permanecemos conectados de forma activa a las sensaciones que nos transmiten sus palabras o actos constituyendo en sí mismo una manera de sumergirnos en esta primera fuente de sentido que sería la corporalidad: las ondas propagadas al interior de nuestro cuerpo reaccionan ante el mundo exterior y tenemos la opción de concentrar en ellas toda nuestra atención.
La intimidad. Si el cerebro emocional está sobre todo conectado al cuerpo, también está concebido para regular nuestras relaciones afectivas. Por descontado, el Amor (con mayúsculas), el amor romántico, apasionado, es una vía extremadamente eficaz para colmarnos de sensaciones. Cuando nos miramos a los ojos y sentimos que el corazón nos late más fuerte, dejamos de plantearnos cualquier otra pregunta existencial. En general, todo lo que nos compromete en una relación íntima nos ancla a la existencia con firmeza. No dudamos del sentido de la vida cuando cogemos de la mano a nuestro hijo para llevarlo al colegio en su primer día o cuando lo vemos cantar en el coro. Aparte de nuestras parejas o hijos, todos aquellos a los que nos sentimos próximos, todos aquellos a los que no dudaríamos en darles una parte de nosotros, los que forman parte de nuestro círculo más íntimo, nos unen a la vida y le dan sentido.
La comunidad. Tuve un paciente de 30 años cuya esperanza de vida se acortó a unos meses por un cáncer. Tras una vida agitada (alcohol, malas relaciones personales…) se había quedado completamente solo. Había dejado su trabajo de electricista y se pasaba las horas aburrido delante del televisor, matando el tiempo, sumido en la angustia ante la muerte. Lo veía una vez por semana y hablábamos sobre sus miedos y sobre lo que había sido su vida. Al final se ofreció para reparar el aire acondicionado del centro cultural de su barrio, lo cual le ocupaba varias horas casi todos los días. De esta forma conoció al presidente del centro que iba a darle conversación mientras él trabajaba. Le saludaba por su nombre cuando se lo cruzaba por el pasillo. Le ofrecía algo de comer o beber cuando estaba trabajando. A veces iba más gente y él se ofrecía a echarle una mano. En unas semanas, su ansiedad desapareció, aunque su enfermedad fuera día a día a peor. Había encontrado un sentido, algo que le había faltado durante toda su vida. Había bastado con que se comprometiera por su comunidad, por los demás. Bastaba, en el fondo, que se sintiera útil, apreciado. Todos somos como él. Incluso aunque tengamos colmada nuestra vida afectiva, todos necesitamos ser útiles más allá de nuestro círculo íntimo más cercano. Necesitamos sentir que contribuimos de alguna manera a esta sociedad de hombres y mujeres de la que formamos parte y a la que pertenecerán nuestros hijos en un futuro.
La espiritualidad. Es posible sentirse unido a una dimensión que existe más allá de la corpórea, de la formada por seres o de la sociedad integrada por hombres. Para algunos, la fuente más grande de sentido es el sentimiento que te produce el estar en presencia de algo mucho más grande que todo esto. Aunque esta presencia se denomine a menudo Dios (o Yahvé, o Alá), puede existir sencillamente en la naturaleza o en ciertos lugares que nos recuerdan cuán insignificantes somos en el universo o en la inmensidad del tiempo: ante el Gran Cañón, en Jerusalén o al mirar al cielo estrellado de Dharamsala. Por extraño que parezca, justo en ese momento en el que nos sentimos insignificantes, la vida, simultáneamente, parece plena de sentido y nosotros con ella.