NAVIDAD EN EL ASILO
Esta historia sucedió en una capital centroamericana,
donde mi esposo trabajaba como diplomático. Faltaba una semana para la Navidad
y la Asociación de esposas de los diplomáticos había proyectado una fiesta de
Navidad en el asilo de ancianos. En mi calidad de secretaria, tuve que
telefonear a todas las asociadas para pedirles que prepararan algún plato
y fueran a atender personalmente a los ancianos. La mayoría
contestaba que encantada prepararía un pastel, pero que no tenían tiempo para asistir a la fiesta.
Me molestó constatar que tan solo ocho de treinta
y cinco asociadas dijeron que vendrían a ayudar ¡y tenemos que servir a casi
doscientos ancianos!
El día de la fiesta llegué al asilo a tiempo y Gladys
la presidenta de la asociación ya se encontraba tras la larga mesa
en la que cada una iba dejando su torta. La esposa del embajador americano estaba
preparando el ponche y cortando pasteles. Las pocas señoras que se habían
comprometido a ayudar colocaban los adornos de Navidad, organizaban
las sillas y realizaban los diversos trabajitos necesarios para poner
en marcha la fiesta.
Qué lástima. Habría deseado que más señoras
hubieran querido ayudar. ¿Por dónde quieres que empiece?
La cálida sonrisa de Gladys casi borró mi resentimiento.
Me pidió que les llevara la merienda a los ancianos que no podían
salir de su cuarto.
Cómo no; dije agarrando una bandeja. ¡Será mejor
que comience pronto, pues voy a tardar un siglo en servirles a todos!
Empezó la música y no sé quién se puso a cantar
villancicos con los ancianos, que estaban todos reunidos en el inmenso patio del
establecimiento. Yo no tenía tiempo de escuchar ni disfrutar las canciones. Me pasé la tarde corriendo de un lado a otro,
llevando pasteles y ponche, sin mirar casi ni de reojo a los pacientes que servía.
A cada uno le daba además una bolsa de caramelos y un regalo. Recorrí todas
las alas del edificio, me dolían las piernas de subir las escaleras. Una de
las tantas veces que subí, una viejita que llevaba un vestido estampado,
rasgado y desteñido me tocó el brazo y me dijo tímidamente:
Perdone, señorita. ¿Tendría la bondad de
cambiarme el regalo?
Me volví hacia ella irritada y repliqué:
¿Cambiarle el regalo? ¿Por qué? ¿Es que
le tocó uno de hombre?
No, no... dijo vacilante. Es que me tocaron perlas.
Las perlas representan lágrimas y yo ya no quiero más lágrimas.
Pensé: ¡Qué superstición más tonta! ¡Hay que
ver cómo está el mundo! ¡Deberían agradecer cualquier cosa que les dieran!
Lo siento. Ahora estoy muy atareada. A lo
mejor después se lo puedo cambiar.
Me fui corriendo para llenar otra vez la bandeja
y me olvidé al instante de la señora.
Con la bandeja llena de tortas llegué corriendo
a la sección de mujeres, en la planta baja. Abrí la puerta del cuarto A-14
apoyándome de espaldas y una vez dentro, di la vuelta; cuando ví lo que había allí,
me estremecí de tal modo que la bandeja me empezó a temblar en mis manos.
¡En aquel cuarto feo y deslucido, acostada en un camastro de sábanas grises y con
un camisón raído, estaba mi madre! ¿Mamá? ¡No puede ser! ¡Mamá está muerta!
y de estar viva, no se encontraría en un lugar así. Se trataba de un
asilo para ancianos sin familia, gente pobre y enferma que no tenía donde
estar ni quien la cuidara.
No podía ser; los ojos me estaban haciendo
una jugarreta. Cuando volví a abrirlos pude ver mejor a la mujer demacrada que
ocupaba el cuarto. No era mi madre, sino una viejita de cabello gris y ojos azules,
que ni se parecía mucho a ella. ¿Qué me habría pasado que pensé que esa pobre
mujer era mi madre? Sería la madre de otro, no la mía. Entonces, ¿por qué no
me sentí aliviada? Todo lo contrario, me embargó un dolor inmenso y se me hizo
un nudo en la garganta.
Sin pronunciar palabra, volví a salir justo a tiempo
para que no me viera llorar. Por el oscuro pasillo retorné a la mesa
en la que se encontraba Gladys trabajando, muy animada. Se me debía de notar lo
mal que me sentía, porque su expresión cambió en cuanto me vio y me dijo:
¿Qué te pasa, Betty? me preguntó, rodeándome
con el brazo.
Es que ví a mi madre... dije sollozando. ¡Acabo de
ver a mi madre allí en un cuarto! No puedo seguir.
Lo que te pasa es que estás agotada.
Tómate un descanso.
Varias personas que se encontraban por allí
cerca empezaron a mirarme. Agarré una servilleta y me fui corriendo para que no
me vieran llorar.
Me dirigí a un descansillo de la escalera del ala
masculina, donde no había luz y me senté en el rincón, sollozando. Señor recé,
¿qué me pasa? ¿Me estoy volviendo loca?, y casi al instante oí Su respuesta,
que no me llegó con palabras audibles sino en mis pensamientos: «Y
si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres... y no tengo amor,
de nada me sirve.» (1Cor.13:3)
Caí en la cuenta de que esas palabras iban sin
duda alguna dirigidas a mí. Ese día yo había preparado tortas, caminado kilómetros,
llevado comida a muchas personas, pero, ¿para qué? ¿A quién había
estado sirviendo?
¿A quién había tratado con cariño? ¡Ni siquiera me había molestado
en mirar a nadie! Los ancianos no significaban nada para mí, ni veía sus
rostros... hasta que ví en alguien que sufría el rostro amado de mi madre.
Entonces cobraron vida para mí los ancianos.
Perdóname, Señor dije en voz baja. Lo he hecho todo
al revés. Tengo que volver a empezar.
Respiré profundamente, me enjugué las
lágrimas y volví a la mesa de los pasteles. Gladys me miró desde donde
estaba ocupada y me dijo:
Ya has hecho bastante por hoy, Betty.
¿Por qué no te vas a casa a descansar? A partir de ahora nos las podremos arreglar
con las que estamos.
No me pidas que me vaya le respondí. En realidad
recién voy a empezar como debe ser. Cuando estaba a punto de irme cargando
otra bandeja, de pronto me acordé: Gladys, ¿tienes otro regalo para señoras? Tengo
que cambiar uno. Ella me pasó una cajita que contenía un broche de piedras
rojas con forma de corazón.
Gracias, es ideal le dije, agarrándola y alejándome
deprisa hacia el patio.
Haz que encuentre a esa mujer, oré para mis adentros.
Ni me había molestado en mirarle la cara. Había estado demasiado ocupada
para prestarle alguna atención y pasé de largo, como hicieron el levita y el
sacerdote en la historia del buen samaritano. Busqué entre todos los ancianos,
de fila en fila. A todos se les veía contentos, cantando villancicos mientras
resonaba la música. Por primera vez en todo el día me empecé a sentir feliz.
Entonces ví el andrajoso vestido estampado. La
señora estaba sentada contra la pared, sola, teniendo en su regazo los caramelos
sin desenvolver y las perlas. Se veía muy triste y desdichada. Me
acerqué corriendo.
La busqué por todas partes. Tome, le traje
un regalo diferente.
Alzó la vista sorprendida y luego, casi como
quien pide perdón, agarró la caja y la abrió. Los ojos se le iluminaron como
un árbol de Navidad y sonrió de oreja a oreja encantada. Muchas gracias,
señorita exclamó es muy bonito. De nuevo se me hizo un nudo en la garganta,
pero esta vez no me importó. Deje que se lo coloque le dije. Y déme esas perlas, que
ninguna falta nos hacen las lágrimas en Navidad.
Cuando me fui, la dejé cantando en el patio
con los demás y me dio la impresión de que se me quitaba un peso tremendo de encima.
Sólo me quedaba una cosa por hacer antes
del fin de la fiesta: volver al cuarto A-14. De alguna forma tenía que darle las
gracias a aquella paciente, pero no sabía cómo. Cuando empujé la puerta, me encontré
a la señora sentada en la cama, comiéndose la torta y cuando entré sonrió.
Feliz Navidad, mamita le dije.
Qué bueno que haya vuelto me contestó.
Quería darles las gracias a todas las señoras por venir y hacernos la fiesta.
Me gustaría hacerle un regalo, pero no tengo nada que le pueda dar.
¿Le puedo cantar una canción?
Ya no me podía contener más y asentí con
la cabeza. Me senté en la cama mientras ella me interpretó, con voz chillona,
tres estrofas de una canción de lo más triste y de lo menos navideña
que he oído en la vida. Pero el resplandor de sus ojos pudo más que
la letra y dejó bien claro el mensaje de la Navidad
Autor: Desconocido
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