Ángel Gabilondo
Dormir un rato
Velar el sueño de alguien, sobre todo si es el de un ser querido, es vigilar su ausencia, escuchar su silencio y proteger su vulnerabilidad.
A veces nada nos tiene más vivos, ni más despiertos, que dormir un rato. No me refiero, sin más, a descansar. Entre otras razones, porque para ello hay que medir bien los tiempos, algunos de los cuales no nos pertenecen. Tampoco lo decisivo parece detenerse, ya que, en muchas ocasiones, eso es interrumpir. Sin duda, también se trata de algo así.
Necesito dormir un rato. Anteponerlo a cualquier otra ocupación es decisivo, incluso a todas. Y lo es suspender y suspenderse para respirar y callar y, sobreponerse a la vorágine de posibilidades y cuestiones que nos bullen sin cesar. Lograr hacerlo es un modo de dominio de sí, de cuidado de uno mismo, que nos reconforta. No me refiero al asalto del sueño, a su invasión, sino a ese dejar de lado otros quehaceres y ocupaciones. Aprendemos así mucho. Para empezar, que el trabajo no lo es todo y que, si estuviéramos equivocados, dormir un rato le convendría. Pero no nos mueven es esta ocasión los argumentos de la utilidad. Al dormir, anunciamos una despedida, la más decisiva, la de nosotros mismos. Siempre algo de nosotros se queda. En cierto modo, nos ausentamos, nos vamos. Por eso es tan entrañable, tan sorprendente, tan misterioso ver dormir a alguien a quien se quiere, y velar su sueño. Y pensar en él o en ella, y guardar silencio a su lado, hasta quizá soñar más incluso que quien duerme. Permanecer con alguien y caer rendidos juntos no significa darse por vencido, sino recomponer la mirada y empezar a ver no sólo con los ojos. Despedirse con afecto, como si fuera la última vez, que es tanto como la primera, es aguardar la posibilidad de verse sorprendido por algo inesperado, inaudito, del otro. Tiene el sueño un aire de sorbo fresco, de vez en cuando, de vez en vez, que nos alivia no sólo porque nos repara sino porque nos propicia una suerte de resurrección a la muerte de cada instante. Y tiene algo de gas el insomnio, una pérdida de oxígeno, un aire enrarecido, el anuncio de un fallecer de una vez por todas. Duermo. Me gusta acunarme con el silencio de tus palabras. No me importa reconocer que hay algo filial en ello, como si ese callar contara el cuento propicio para mi madurez. Y escucho tu silencio mientras siento tu presencia, aunque no estés. Y duermo, tal vez, en tus brazos ausentes y próximos.