El púrpura enrojeció con toda su fuerza. Era muy alto y habló con gran pompa: “Soy el color de la realeza y del poder. Reyes, jefes de Estado, obispos, me han escogido siempre, porque soy el signo de la autoridad y de la sabiduría. La gente no me cuestionan; me escucha y me obedece”.
El añil habló mucho más tranquilamente que los otros, pero con igual determinación: “Pensad en mí. Soy el color del silencio. Raramente repararíais en mí, pero sin mí todos seríais superficiales. Represento el pensamiento y la reflexión, el crepúsculo y las aguas profundas. Me necesitáis para el equilibrio y el contraste, la oración y la paz interior”.
Así fue cómo los colores estuvieron presumiendo, cada uno convencido de que él era el mejor. Su querella se hizo más y más ruidosa. De repente, apareció un resplandor de luz blanca y brillante. Había relámpagos que retumbaban con estrépito. La lluvia empezó a caer a cántaros, implacablemente. Los colores comenzaron a acurrucarse con miedo, acercándose unos a otros buscando protección.
La lluvia habló: “Estáis locos, colores, luchando contra vosotros mismos, intentando cada uno dominar al resto. ¿No sabéis que Dios os ha hecho a todos? Cada uno para un objetivo especial, único, diferente. El os amó a todos. Juntad vuestras manos y venid conmigo”.
Dios quiere extenderos a través del mundo en un gran arco de color, como recuerdo de que os ama a todos, de que podéis vivir juntos en paz, como promesa de que está con vosotros, como señal de esperanza para el mañana”.
Y así fue como Dios usó la lluvia para lavar el mundo. Y puso el arco iris en el cielo para que, cuando lo veáis, os acordéis de que os tenéis que tener en cuenta unos a otros.