Profesor es el que enseña “conocimientos”. Catequista es el que transmite “convicciones”. Cuando la asignatura es la religión, el responsable de que los alumnos se enteren y acepten esa asignatura, puede hacerlo como profesor o puede hacerlo como catequista.
Si lo hace como profesor, se limitará a enseñar los conocimientos que son propios de la ciencia de las religiones, es decir, informará a sus alumnos de la naturaleza y origen del fenómeno religioso, explicando su historia, sus diversas manifestaciones, sus aspectos positivos y negativos, las consecuencias que todo eso tiene en la vida de las personas y cómo influye en la vida de los pueblos y en las distintas culturas.
Pero, si el responsable de la asignatura de religión pretende, no sólo enseñar unos conocimientos relativos al fenómeno religioso y sus consecuencias, sino que, además de eso, lo que quiere es convencer a los alumnos para que vivan de acuerdo con lo que él considera que es constitutivo esencial de la religión, entonces lo que tiene que hacer es transmitir unas “convicciones”. En tal caso, ya no actúa solamente como “profesor” que enseña, sino además como “catequista” que convence o pretende convencer.
Para que esto se entienda mejor, ayudará saber que “una convicción se define por el hecho de que orientamos nuestro comportamiento conforme a ella” (J. Habermas). O como dijo Ch. S. Peirce, “La convicción consiste principalmente en el hecho de que está uno dispuesto reflexivamente a dejarse guiar en su actividad por la fórmula de la que está convencido”. Por eso es correcto decir que quien está convencido que tiene que dejar de fumar, abandona el tabaco. Y si no lo abandona, es que no está convencido de eso. Así de simple. Y así de claro.
Por eso, cuando lo que se pretende, en un proyecto educativo, no es simplemente que los alumnos aprendan unos conocimientos sobre el fenómeno religioso, sino que, además de eso, lo que se quiere obtener es que los alumnos acepten unas determinadas creencias y vivan de acuerdo con tales creencias, en ese caso no basta ya el profesor que enseña conocimientos, sino que es necesario el catequista que trasmite convicciones. Por lo demás, el lenguaje es fiel reflejo de lo que estoy explicando.
Nadie dice “yo creo que dos y dos son cuatro”; o sale de la clase de historia diciendo “yo creo que Napoleón vivió en Francia”. Para esos casos no se utiliza el verbo “creer”, sino el verbo “saber”. Sin embargo, cuando hablamos de Dios, nos referimos al Trascendente, es decir, a una realidad que nos trasciende, o sea que no está a nuestro alcance, ni es demostrable. Y eso se puede explicar como un misterio en el que mucha gente cree de formas muy diversas y con diferentes manifestaciones (conocimiento histórico). O se puede presentar como una realidad suprema que demanda mi asentimiento y mi conformidad (creencia religiosa).
Así las cosas, según la vigente Constitución Española (art. 14), no puede prevalecer discriminación alguna “por razón de… religión” entre los españoles. Esto supuesto, si el Estado organiza un proyecto educativo en el que la religión, no sólo se enseña como una serie de conocimientos, que se consideran necesarios para que un ciudadano sea una persona culta, sino que, además de eso, se transmite como unas determinadas convicciones, que se traducen en formas de conducta, en ese caso resulta sencillamente imposible armonizar lo que dice el artículo 14 de la Constitución con lo que se afirma en el artículo 16.
Porque en una sociedad plural, como es la española, hay ciudadanos que tienen convicciones religiosas monoteístas que son, por su misma naturaleza, no sólo “distintas”, sino sobre todo “excluyentes”. Lo que es tanto como afirmar que se trata de “convicciones discriminatorias”. Cosa que todos sabemos y padecemos. Y que, además, está en la base de muchas de las expresiones de tensión, crispación y conflictividad que tenemos que soportar en la España actual.
Por tanto, la decisión del Tribunal Constitucional sobre el caso de la profesora de religión de Almería, que fue apartada de la enseñanza por haberse casado con un divorciado, no representa sólo la solución de una decisión eclesiástica desafortunada. El asunto es mucho más serio. Porque nos pone en el buen camino para que la convivencia entre los españoles sea menos desagradable y más pacífica. Y, de paso, les ofrece a los representantes de las distintas religiones un buen motivo para que piensen muy en serio el modelo de religión que enseñan y las convicciones que transmiten.
Porque somos muchos los que ya estamos hartos de religiones y creencias que, en lugar de fomentar respeto, tolerancia, estima mutua y buena convivencia, se dedican a crispar más las relaciones de unos con otros en España. Las religiones y los catequistas, que, no predican la “igualdad”, sino que provocan la “discriminación” son sencillamente inconstitucionales. Porque, si hacen eso, en realidad se dedican a fomentar exactamente lo contrario de lo que se dice en el artículo 14 de nuestra Constitución. Y, como es lógico, el Estado no puede tolerar semejante cosa.