Con el paso de los años uno aprende que es más difícil
ver las propias dificultades que las ajenas. Casi siempre
sabemos perfectamente qué debería hacer el otro,
al que le pasó lo mismo que a mí me pasa, pero no
sabemos cómo hacer para tomar la decisión y hacer lo que
hace falta para uno mismo.
Uno aprende con el tiempo que es más sencillo
silenciar la culpa, que verdaderamente ocuparse
de los demás; que es menos trabajo regalar
que hacer, y sobre
todo que es mucho, muchísimo más fácil ser
bueno que ser justo.
Hemos crecido creyendo y defendiendo desde
nuestra combativa juventud la equivocada idea de que
la justicia estaba indisolublemente ligada a la equidad.
Que los más justo era siempre un acuerdo de repartir
a todos por igual; con el tiempo uno aprende que la
generalización
de lo equitativo puede y suele ser bastante injusto.
Y esto es así porque justicia quiere decir que cada
uno tenga lo justo, justo lo que le corresponda:
Es justo que esté preso el que roba y no el que no lo hace.
Es justo que gane dinero el que trabaja y no el que quiere
vivir a costillas de otros. Es justo que reciba una jubilación
digna el que aportó toda su vida un pedazo de su salario y
no el que salió beneficiado por algún oscuro privilegio.
Es justo que en ningún país nunca, nunca,
nunca más un niño muera de hambre.
Pero claro, a veces lo más justo no es lo legal,
y otras (demasiadas)
lo que es legal no es lo más justo. Qué difícil tarea
elegir entre ambas prioridades. Qué difícil situación la
de aquellos a los que les toca ocupar el lugar de los
que deciden qué corresponde a quién. Confieso que muchas
veces tengo la fantasía de que gran parte de
nuestros problemas serán resueltos cuando cada uno
de nosotros pueda hacer adecuadamente estas elecciones,
para ayudar a darle a cada quien lo que le corresponda.
Nada más y nada menos. Eso será lo justo.
Cuentan que una vez Nasrudim había sido misteriosamente
designado juez de un pequeño pueblo. Pese a que,
como siempre, no se sentía capaz de la tarea que la vida
le había asignado, él trataba a conciencia de cumplir su
labor con toda responsabilidad. Un día en su despacho se
presentaron dos hombres enfrentados por un reclamo
económico. En sociedad habían comprado un burro
de carga. Uno de ellos, el más adinerado, había
puesto para la
compra cien monedas de plata, el otro solamente cincuenta.
El más pobre de los dos hacía viajes llevando y trayendo carga,
en el lomo del burro, desde y hasta el pueblo que estaba del
otro lado de la montaña. Cada viaje reportaba una ganancia
en efectivo que se dividía de la misma manera y en el mismo
porcentaje en el que había sido pagado el animal:
dos tercios para el rico y uno para el pobre.
La controversia entre los dos sucedió porque
una semana antes,
mientras que el hombre y el burro cruzaban por un
estrecho sendero, la bestia perdió el paso y rodó por el
abismo muriendo en la caída. El rico reclamaba dinero
al pobre. Sostenía que dado que había pagado
por el burro más que su socio, era el más perjudicado por
el accidente y merecía por ende una compensación
en efectivo.
Le reclamaba a su humilde socio 50 monedas,
la mitad de lo que había pagado.
El pobre hombre sostenía que durante meses el
hombre más rico había aprovechado su aporte para
sacar más beneficio que él y no estaba dispuesto
a que ahora,
que él mismo se quedaba sin su herramienta de trabajo,
su socio le quitara un pedazo de sus magros ahorros
solamente porque había puesto más dinero.
Nasrudim estaba en problemas. El sabía que legalmente
el hombre
rico tenía derecho de reclamar por su mayor inversión,
pero no parecía demasiado justo...
Entonces preguntó:
- Cuando el burro cayó, ¿estaba con carga o sin carga?
El hombre pobre, sorprendido por la pregunta
del juez, contestó:
-Sin carga, señor, íbamos a por ella.
El hombre rico dijo:
- ¿Qué importa la carga? Quiero el dinero
del costo del burro.
Nasrudim tosió y dijo:
- Puesto que no había carga, podemos deducir
que el burro cayó
al abismo arrastrado por su propio peso... Y dado que tú
eres más dueño que tu socio por el peso total del
burro, eres el
doble de responsable que él; tú eres dos veces más
culpable de la muerte del animal y del perjuicio
ocasionado por su caída.
Dicho esto condenó al hombre más rico a pagarle al
más humilde cincuenta monedas por los daños sufridos
por la muerte del burro.
Jorge Bucay, de "Shimriti, de la ignorancia a la sabiduría"