Lágrimas frescas
Rosa que el fuego de mi amor consume, ave que llora con mi propio llanto; fugóse el ave y me dejó su canto, murió la rosa y me dejó el perfume.
Y es que ese aroma y esa melodía que me hicieron alegre y sano y fuerte serán incienso y fúnebre armonía.
Así, a fuerza de amante sin fortuna que intenta huir a su destino adverso, voy a forjar un amoroso verso a la memoria de Rosario Luna,
aquella que me dio todo lo suyo, aquella a quien le di todo lo mío, la que tuvo calor para mi frío, la que no supo hablar si no en arrullo,
la que para aliviar en su partida mi carga de dolor y desconsuelo, a cambio de mis noches de desvelo me mostraba su faz agradecida.
Cuando vencido por la desventura palpé el horror de mi existencia vana, tendiome al punto, como buena hermana, el mullido plumón de su ternura.
Si en cada poro me clavaba espinas el dolor en que estoy crucificado, ella sobre mi cuerpo lacerado hizo lo que a Jesús las golondrinas.
Al reposar de la habitual lectura que nuestro pensamiento fatigaba, mi corazón sumiso se extasiaba en la piedad de su mirada oscura.
Corría el tiempo desapercibido sin que nuestro silencio se turbara, lo mismo que una mano que pasara por sobre el lomo de un lebrel dormido.
A veces, al relato de algún cuento, mientras alzaba por temor el hombro, parpadeaban sus ojos en asombro como dos mariposas contra el viento.
Y si el amor que urdió la fantasía tras el punto final quedaba ileso, me pagaba el relato con un beso por compartir conmigo su alegría.
JULIÁN MARCHENA
Novato |