opinión
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ESPIDO FREIRE
Bilbao, 1974. Escritora. Licenciada en Filología inglesa.
La envidia
Recurso nacional utilizado por todos de una manera o de otra. Con ella es como si nos quitásemos un peso de encima, nos es algo ajeno, el responsable siempre es el otro. Y, además, nadie lucha contra ella.
Se acepta, sin cuestionarlo ni hacer nada por remediarlo, que el defecto nacional español es la envidia. Quizá fue Larra uno de los primeros en hablar de ello: afrancesado, le avergonzaba el inmovilismo de su época y se suicidó demasiado pronto como para adivinar vicios peores. El Siglo de Oro se muestra generoso en ellos: violencia sin medida amparada en la honra, holgazanería defendida por una aristocracia ociosa y una burocracia paralizada, picaresca aplaudida como astucia...
Resulta más cómodo pensar en la envidia, sí. En la envidia, el responsable siempre es el otro, el que anhela lo que poseemos. A veces se define como envidia sana la que nosotros sentimos, suavizada como admiración. Preferimos la envidia porque nos es ajena, y ya nos hemos encargado de convertir en signos de identidad los otros defectos: la pereza se asocia al nivel de vida, a la capacidad de ocio y de disfrute latino. Los timos, el engaño al otro, a una inteligencia que conseguirá el éxito para quien la posea. La violencia, siempre vista como un signo de masculinidad, de poder y de orgullo, se alienta de mil maneras, se combate de forma irregular y poco efectiva, y añade a su horror otro, el de la hipocresía.
Se puede luchar contra la agresividad, contra la ineficacia, contra la ilegalidad, pero nadie lucha contra la envidia. Cuidada y mimada como una planta rara, se intenta despertar en todas las situaciones; nada gusta más que ser objeto de envidia, que incitar a los otros al pecado.
La arrogancia, la ostentación, la vanidad redondean la actividad de quien desea que le miren y le adoren. No es mejor cuanto más amado, sino cuanta más envidia
despierte. Le cubren las miradas y los cotilleos con un brillo maligno, como si la
crítica, asumida como parte de la sociedad, fuera una calle de destino obligado pero sin salida.
La envidia consuela a quienes no pueden disfrutar de las ventajas que se le suponen a los violentos, a los haraganes, a los astutos. Pensar mal produce un placer tan adictivo que solo se cura hablando mal. No solo es para mediocres: es para aquellos que han aceptado una vida normal, con menos estridencias que la media, para los que miran, los que adivinan en los gestos de otros una posibilidad de otra existencia, pero les aleja de ella la cobardía, la moral, la certeza profunda de que es mejor sacrificarse que herir.