Cuando menos se espera, la vida puede sorprender con un regalo, una oferta generosa, tal vez inmerecida, tan valiosa como sólo puede ser lo gratuito. Y ese regalo se disfruta tanto que reconcilia otra vez con la existencia. Debe ser que la vida lo sabe, sabe que uno necesita salir de algún modo de lo oscuro, que no debería moverse constantemente entre la eficacia y el estrés, entre las obligaciones y las preocupaciones. Por eso, puede suceder que un día, de improviso, llame a la puerta del corazón un emisario con un regalo, y uno firme el recibo, incrédulo y sorprendido. Quizá suene el teléfono o llegue al ordenador el mensaje de alguien a quien se había perdido la pista; una persona con quien se intercambiaron sólo unas cuantas palabras en cualquier lugar, a lo mejor en un taller de automóviles, o en una reunión; uno más entre otros, una persona especial y misteriosa, cuyo recuerdo permanecía en el fondo de la memoria, porque despertó en nuestro sótano sentimental las ganas de abrir las ventanas, que sin embargo, aquella vez dejamos cerradas.
Puede suceder que el gran regalo que nos dé la vida sea precisamente que esa persona vuelva a aparecer en nuestro camino. Y a lo mejor ahora ya no sea tan fugaz el cruce de miradas, ni tan sutil el roce de las mentes, ni tan escondido el estremecimiento. Puede que esta vez el destino apueste fuertemente y ofrezca el tiempo suficiente para remover las emociones de los dos. Y todo se llene de luz y el amanecer se imponga. Cuando todo en nuestra historia estaba bien atado, de pronto se desata un pequeño vendaval. No es cuestión de la adolescencia, ni de la juventud, uno se estremece igual con quince años que con sesenta. Entonces el orden de valores se modifica y los sentimientos se organizan de otro modo. Un modo ilógico pero verdadero, el mismo en el que se ponen las cosas a la hora de morir. Y pasa que, sin poner freno al pensamiento, uno se lanza de cabeza al abismo. Ya está, adelante; merece la pena, a pesar de que sabemos con certeza que ese cataclismo será efímero y que no va a ser posible prolongar el entusiasmo.
Es obvio que esa conmoción ha iniciado su cuenta atrás en el mismo instante en que ha nacido, pero justamente por esa dulce fugacidad, cada instante será un diamante, cada palabra una luna llena y cada caricia, en definitiva, un regalo de la vida.