La gente y el público
Por: Ángel Gabilondo 20febrero2012
En ocasiones empleamos despectivamente la expresión “la gente”. Parecería un signo de distinción hacerlo, una señal, en efecto, de nuestra voluntad de distinguirnos, que mostraría nuestro propio y mejor criterio, mediante el simple procedimiento de diferenciarnos de ese supuesto conglomerado. “Ya se sabe”, se dice, “es que la gente…”, “la gente es …”, “a la gente le gusta…”, “la gente no sabe que…” En última instancia, para que quede claro que nosotros que, por lo visto no nos consideramos gente, somos de otro modo.
Esta desconsideración indiferenciada y global resulta inquietante. En definitiva, tiene que ver con la puesta en cuestión de lo que significa el público. Con ello se retoman importantes debates sobre lo que quiere decir una opinión compartida, sobre lo que suponen las mayorías, sobre los índices de aceptación o de audiencia y hasta sobre el sentido y alcance de la democracia. Desde luego estos asuntos de diferente calado son, sin embargo, determinantes. Y hemos de ser, por tanto, cuidadosos. Para empezar, no hablando con ligereza de “la gente”.
No se trata sólo de pensar en el público, se trata de pensar con él, desde la convicción de que el pensamiento no es un acto simplemente interior o solipsista, o meramente mental. La búsqueda del discurso verosímil, el hecho de pensar de una u otra manera con otros, hace necesario que no se considere al público como un recipiente o un receptáculo, sino como un interlocutor.
No es cuestión de identificarnos, sin más, con lo que el público ya es. Al convencer, también se crean auditorios. La palabra es asimismo voluntad de transformación. Y nada convence más que lo que es conveniente, que no es siempre lo que creemos que más nos conviene. Para Aristóteles, “es conveniente aquello que salvaguarda la ciudad”. Y ésta es toda una tarea.
La permanente presencia del público en nuestra mirada, en nuestro pensamiento, no significa la reducción de la palabra a espectáculo, sino el inicio de otra implicación. Vivir por y para los ciudadanos es a la par vivir con ellos incorporados en nuestro decir, que es más que hablar. Han de ser nuestro sentido y nuestra referencia si buscamos la palabra justa. Y ello sí modifica de modo determinante nuestra mirada y nos hace cuidar lo que vivimos.
¿A quién mira Velázquez en La Meninas? ¿A quién miran el pintor que está fuera del cuadro y el pintor que está retratado en el mismo, que a su vez representa la escena? El Velázquez del cuadro, al mirar fuera de él, viene a mirar a quienes contemplamos el cuadro, si bien busca a quien ha de pintar. El reflejo en el espejo del monarca Felipe IV y de su esposa Mariana de Austria nos sitúa en su lugar, mientras se retrata a la infanta Margarita. “En el momento en que colocan al espectador en el campo de su visión, los ojos del pintor, lo apresan, lo obligan a entrar en el cuadro, le asignan un lugar a la vez privilegiado y obligatorio”, nos dice Foucault, casi al inicio de Las palabras y las cosas.
En esta dinastía de la representación, entre las satisfacciones del público que contempla la obra está la de sentirse situado en el lugar del rey y, a la par, al lado de Velázquez que, fuera del cuadro, lo crea. “Nos vemos vistos por el pintor, hechos visibles a sus ojos por la misma luz que nos hace verlo.” De este modo, el público constituye el cuadro mismo, es pueblo cultivándose, recreándose, ocupando un lugar determinante y decisivo.
Tal presencia del lector en el texto, del espectador en el cuadro, moderniza la creación. Hoy se habla también de “la lectura de edificios y de cuadros”. Al incorporar a los lectores y a las lecturas como parte de una obra, no sólo escrita, el público no es un simple destinatario exterior, sino artífice y partícipe, sin el cual la obra no dice nada, no nos dice nada.
Ignorar al público, en todos los órdenes y sentidos, artísticos, sociales, políticos, reduciéndolo a una lectura clausurada, como la que se nos ofrece en una inadecuada utilización de la expresión “la gente”, desvirtúa el sentido de la ciudad, de la polis, de lo conveniente y de lo convincente, de lo necesario, de lo justo. De proceder así, nos dirigiríamos a los demás, como si estuvieran de más, como si fueran un apósito, en lugar de reconocer que son parte determinante de nuestro propio decir, al menos si pretendemos decir efectivamente. No hay derecho a dirigirse al público si la palabra no proviene a su vez, en cierto sentido, también de él, si no cuenta con él. El logos es ethos y, a la par, polis. La palabra es ciudad pública.