¡Señor...!
Me acuso de que yo duermo en una cama caliente y con calefacción y muchos de mis amigos duermen en la calle. Y no puedo invitarles a compartir la calefacción conmigo.
Me acuso que yo como bien todos los días, sin tener que preocuparme ni de preparar la comida, pues. cómo religioso, lo tengo todo bien servido; y muchos amigos míos pasan días sin apenas comer nada o comiendo de mala manera.
Me acuso de que no me falta nada: ni casa, ni ropa, ni amigos, ni atenciones médicas. Y muchos de mis amigos están a la intemperie de todo y ni siquiera están bien atendidos cuando están enfermos.
Me acuso de que para muchos sólo puedo tener buenas palabras. O simplemente un silencio vergonzante, sin poder remediar ninguna de sus perentorias necesidades.
Me acuso de que no pido bastante, y de que ni siquiera sé robar para los que carecen de todo.
Me acuso de que no sé gritar por ellos; ni sé interpelar a las autoridades, ni me atrevo a manifestarme contra tantas injusticias.
Me acuso de ser demasiado tímido: demasiado vergonzante; demasiado suave en mis expresiones; demasiado manso en mis reclamaciones, y no sé convertirme en voz de los sin voz, en espada para los que no tienen ni fuerza para levantar una espada.
Me acuso, Señor, de que cuando escribo tengo miedo de herir algunos lectores; o miedo de que no publiquen lo que escribo por ser un poco molesto. De que no escribo lo que debiera escribir ni como debiera escribirlo.
Me acuso de ser demasiado respetuoso en mi Iglesia, la Iglesia de Cristo luchador por la liberación de los oprimidos. De que en la Iglesia, en mi Instituto, soy como un cordero casi silencioso.
Me acuso, también, de que al rezarte, no me quejo de Ti como debiera; porque sé que Tú, Dios de los oprimidos y de los pobres, quieres que seamos tu mano y tu martillo, tu servicio y tu amor.
Me acuso de que no sé, o no me atrevo, a hablar de Ti descaradamente delante de quien puede oírme o escucharme.
Me acuso de que como cristiano y religioso (doblemente cristiano) no doy testimonio de Ti, ni sé anunciar tu Palabra con el descaro y dulzura con que Tú la anunciabas.
Me acuso, Señor, de que a veces me he creído apóstol y no soy más que un fantasma de tu Fe; de que me haya creído algunas veces casi insustituible, cuando Tú no me necesitas; cuando me considero bueno, cuando Tú eres bueno; cuando me he sentido maestro, y sólo Tú eres el Maestro.
Me acuso de que no sé escuchar respetuosamente a los demás cuando opinan diferente o cuando me arrinconan para una labor de conjunto.
Me acuso...
Tengo tantas cosas de qué acusarme, Señor, que llego a pensar que no merezco perdón. Perdona este pensamiento. Señor, pues Tú lo perdonas todo y nos perdonas siempre...
Perdóname, Señor, y seguiré acusándome todos los días.
(HERMANO ADRIANO, La Salle)