AQUELLA LUZ
Entonces se puso su cabeza en mi
regazo, arrodillado ante mí,
y yo miré su pelo oscuro y suave, un
poco más largo que de costumbre,
como siempre que va a hacérselo
cortar. Sus largos brazos me
estrecharon y todo lo que parecía
estar sembrado de espinas
desapareció. Acaricié su cabello. El
aire era de raso; el color
ambarino de la luz transformaba la
piel en satín. No había un
espejo allí, pero yo registré ese
momento como una fotografía
color sepia en la que un hombre y
una mujer, cansados de ser
arrastrados hacia los remolinos del
río por la corriente rápida
de la ira, los celos, las
equivocaciones, los rudos golpes de
haber vivido... cortan el elástico
de la tensión y, al instante,
se sientes libres como dos barquitos
navegando armoniosamente.
Una fotografía desfallecida,
neblinosa y bella. Ese gesto entregado
me quebró. Se me escurrieron las
palabras, ¿Qué podía decirle?
¿Qué podría reprochar? ¿Qué podía
pedir que no estuviera recibiendo
ya?. Todos los discursos del
universo eran menos elocuentes que el
calor de sus brazos aferrándome, o
más bien, aferrándose de mí...
de la red
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