“¿Podrías hacerme un favor?” Carolina no puede escuchar esta frase sin sentirse agredida. Sus gestos se crispan, su mirada se endurece. ¿Qué le van a pedir ahora? ¿Qué quieren quitarle? ¿Dinero? ¿Tiempo? Como la mayoría de las personas egoístas, Carolina no admite de ninguna de las maneras que lo es: los egoístas son los otros, con sus exigencias, que le impiden conseguir su bienestar, lo que ella quiere. Contrariamente a lo que suele decirse, el egoísta no está contento, casi nunca es una persona feliz: interesado en exceso en él mismo, invierte poco en su relación con los demás, casi nunca se enamora… Ajeno a los dramas que existen en el mundo, tiene la sensación angustiosa de que sus problemas son los más graves que alguien puede tener. Se encierra en si mismo exponiéndose a caer en una depresión.
Una cuestión cultural
El egoísmo y su contrario, el altruismo, son, en cierto modo, una cuestión cultural. El individualismo propio de nuestra sociedad nos empuja a mimar nuestro pequeños “yos”, a cultivar nuestras singularidades. El egoísmo nos ofrece libertad, pero, en caso de un golpe duro (desempleo, separación, enfermedad), nos convierte en seres mucho más vulnerable que los miembros de comunidades colectivas, puesto que nos lleva a contar sólo con nosotros mismos. En el lado opuesto, algunas personas han podido descubrir la hospitalidad de aquellos que sobreviven con lo mínimo, como, por ejemplo, la de los pueblos del Magreb. En este tipo de colectivos siempre están dispuestos a ofrecerte té, cuscús, etc. sin pedir nada a cambio. En las sociedades colectivistas, en las que es el nosotros lo que cuenta, el egoísmo es prácticamente inexistente. El que puede siempre da, sin plantearse ninguna otra cuestión.
Nadie nace altruista
Hayamos nacido en una sociedad colectivista o individualista, en nuestros primeros años de vida todos somos pequeños narcisos que pensamos sólo en el placer inmediato. No sentimos ninguna gratitud hacia aquellos que nos lo dan todo porque pensamos que nos lo deben. Y sólo nos interesan si nos son útiles. Este egocentrismo parte de un desarrollo normal. Además, permite que el niño tome conciencia de sí mismo y es un preámbulo indispensable para su autoestima. El niño sale de su universo mental egocéntrico entre los 7 y 8 años, con el reconocimiento del otro, la capacidad progresiva para sentir empatía y la aptitud para mostrar curiosidad por los demás. Algunos, sin embargo, conservarán toda su vida una fuerte tendencia a no interesarse más que por ellos mismos y a sentirse el centro del mundo.
El futuro adulto egoísta es generalmente hijo único –raramente nace de una familia numerosa-. Es adulado por todo su entorno por cada gesto que hace. Su alrededor sacrifica tranquilidad y libertad por él. Lógicamente, nada es más interesante que él mismo. Hasta entonces, el niño era el que reclamaba (ayuda, comida, atención), pero cuando se trata de una etapa de aprendizaje o relación con los otros, la situación se invierte y son los adultos los que le piden hacer cosas. En el caso de padres autoritarios que, por ejemplo, no dejan levantarse a sus hijos de la mesa hasta que no han acabado de comer, eso puede provocar que el niño se sienta agredido ante cualquier petición.
De alguna forma este ambiente conducirá al niño a un egoísmo defensivo patológico, que le inducirá a protegerse de las solicitudes de los demás, vividas casi siempre como inquietantes.
Una negociación continua
A sus 32 años, Leticia es un modelo de sacrificio: “Crecí en una familia numerosa, con seis hermanos más, por lo que desde siempre tengo la costumbre de estar a la espera. Además, mis padres siempre han sido personas muy abiertas y dinámicas, que nos han inculcado lo bueno de compartir. Pero también sé decir basta, no dejarme invadir y hacerme respetar”. Esta pequeña dosis de egoísmo es necesaria para nuestra supervivencia psíquica.
El problema que se plantea en cada uno de nosotros es que no existe ningún esquema de comportamiento preestablecido susceptible de indicarnos dónde poner los límites para poder seguir adelante
Por un egoísmo controlado
Según el filósofo Jeremy Bentham, durante nuestra vida nos guiamos por la búsqueda del placer y de nuestro propio interés. Este impulso a pensar primero en uno mismo puede llegar a ser beneficioso para los demás. Varios estudios demuestran que las personas que se mueven por motivos egoístas perseveran más en las asociaciones caritativas que aquellas a las que les mueve el altruismo. Preocuparse por uno mismo es psicológicamente sano. Precisamente, lo que no resulta saludable es no prestarse suficiente atención. Finalmente, lo que es realmente nocivo es no vivir según nuestros deseos o imponérselos a nuestro entorno.