Recuperar la Navidad
René Cesa.
De todos los retos que se nos plantean hoy a los cristianos, uno de los más urgentes, sin duda alguna, es la de recuperar la Navidad. Es Navidad secuestrada por el consumismo, devaluada por el folklore sentimental, intoxicada por el ternurismo, vaciada por las alegrías baratas, asfixiada por las grandes comilonas, emborrachada por cualquier alcohol, adormilada por la rutina y por unas supuestas tradiciones que no resaltan ya lo que festejan, sino que se lo tragan. ¡Algo no está funcionando en este tinglado humano! ¡Algo se le está escapando a la Iglesia! Algo grave nos ha sucedido a los cristianos cuando damos la impresión de habernos quedado únicamente con la cáscara de esta nuez navideña, y lo peor es que nos parece muy normal y, quizá, nos extrañe mucho esto que estamos leyendo.
Probablemente ésta sea la clave también por la que son cada vez más numerosas las personas que, al llegar estos días, te confiesan que, para ellos, son días de tristeza, o, cuando menos de melancolía.
¿Cómo puede tener fuerza espiritual algo a lo que, previamente, se ha despojado de su verdadero significado? La Navidad sin raíces lo único que hace es volver más visibles a los muertos, a los que se han ido y estuvieron con nosotros en años más agradables.
Una Navidad sin fe, o con poca fe, inevitablemente es invadida por la melancolía, ya que la otra solución, la de las risotadas, bebidas y comilonas, tiene muy poca cuerda, dura muy poco. Y lo más difícil del problema es que a la verdadera Navidad no se regresa por el camino de la falsa ternura, del sentimentalismo. Sólo se reencuentra meditando la Palabra de Dios, recuperando el sentido teológico de este acontecimiento salvador y atreviéndose a creer en serio en lo que decimos festejar.
Y, naturalmente, asombrándose porque lo que ocurrió en Belén no fue un cuento, sino un “estallido”, algo verdaderamente extraordinario.
Y sólo puede vivirse desde el “entusiasmo”. ¡Qué hermosa palabra ésta que, etimológicamente, significa “embriaguez de Dios”. De Dios no de vino, ni de brandy ni de whisky.
Cada vez que se acerca la Navidad sube a mí alma como una nube negra, al ver el sádico vaciamiento que hemos hecho de la idea de Navidad, esta expulsión a golpes de consumo de aquel que decimos festejar. Pero es sólo una nube que acaba despejando el Sol de la Noche Buena. Porque lo más importante no es que nosotros lo esperemos sino que Él siga viniendo. Recordemos lo que nos decía san Juan:“Vino a los suyos y los suyos no lo reconocieron”.
Ya está acostumbrado a este no ser recibido. Pero Él repito, sigue viniendo, y esto es lo verdaderamente importante. Por muchas toneladas de frivolidad que los hombres le echemos encima, no vamos a enfriar un ápice el amor de Dios, que es, en definitiva, lo único que cuenta.