AMOR DE VERANO
Corría el año 2010 y un viaje a México se avecinaba. Lucía venía de una gran decepción llamada Marcos y estaba convencida de que su destino era estar sola. El viaje lo hacía con una amiga con la que no era para nada compatible. Lo sabía, pero de todos modos, lo intentó.
Los días se iban haciendo cada vez más tediosos, estar en estado itinerante saca lo peor de uno. El se llamaba Rodrigo, viajaba con seis amigos y se conocieron en un hostel. Esa misma noche salieron todos juntos e intempestivamente surgió el amor: miradas, besos, manos, risas, caminatas por el mar. Fueron unos perfectos cuatro días en los que el cruce de ojos embobado adornaba el paisaje.
Después, la separación: él se iba al Sur; ella, al Norte. Un par de mails y la decisión: nos encontramos en Veracruz. Y así fue. Diez fue el número de días que compartieron juntos en aquellas latitudes, miles las cosas buenas y otras tantas las malas.
Pero algo no funcionaba: él quería jugar todo el tiempo al ajedrez, era metódico, rutinario, cerrado; ella tenía tantas alas como puede poseer una geminiana con ascendente en géminis. La mirada del principio se convirtió en mueca automática, el tiempo pasaba lento, con poco sentido. Tan rápido como irrumpió el amor y la hizo atravesar todo México para verlo, apareció la decepción.
Se separaron en Puebla, ella se fue al Norte; él a Guatemala. Corrieron algunos tibios mails pero nunca más se volvieron a ver.
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