La tormenta se anunciaba con un estado de exaltación semejante al aura que precede a las migrañas. La atmósfera se oscurecía en pleno mediodía, como si Dios hubiera cerrado los ojos, y se levantaba un aire extraño, de tonalidades psíquicas, productor de una euforia gratuita. Cada grieta de la pared adquiría una relevancia misteriosa, como si en el interior de la grieta, en vez de vivir una cucaracha, viviera una libélula. Luego el cielo se descerrajaba con la violencia con la que la poli echa abajo la puerta de una casa de narcotraficantes y caía el agua a chorros. En un cuarto de hora, los edificios quedaban empapados como una esponja recién sacada del agua y colocada sobre el borde de la bañera. Los niños saltaban en los charcos mientras la realidad permanecía suspendida.
El clima montevideano tenía trastornos de carácter.
En la habitación del hotel, cuya ventana daba a un patio de luces, te sentías como uno de esos personajes de Onetti
que, desnudos sobre la cama, sin parar de fumar, atienden obsesivamente a los ruidos del exterior mientras intentan componer en su cabeza una imagen del mundo.
El mundo.
El mundo, al principio, eran las calles que bajaban hacia ese lugar rarísimo donde se encuentran las aguas del río de la Plata con las del océano Atlántico, dos monstruosidades naturales que copulan sin pausa. A veces, el mar penetra en el río y a veces el río se introduce en el mar, depende de los vientos, de las mareas, de las lluvias, de las crecidas, de los efectos del cambio climático. Ese solapamiento afecta a la fauna: peces de mar que se precipitan de súbito en el agua dulce y peces de río que se encuentran de pronto en la dimensión de lo salado.
–¿Se mueren los peces cuando atraviesan la frontera? –pregunté a un pescador.
–Se retiran a tiempo o se adaptan –dijo.
–¿Pero se mueren a veces? –insistí por una preocupación propia que acababa de desplazar a los animales.
–Yo creo que se retiran o se adaptan –insistió él.
El País Semanal nos había enviado al otro lado del mundo para que escribiéramos un reportaje, de modo que al caer la tarde el fotógrafo Jordi Socías y yo salimos a caminar y cogimos una de las calles de las que bajan hacia el estuario, que son varias. Cuando llevábamos una hora andando vimos salir a un tipo con una bolsa de una tienda de delicatesen.
–¿Venden buenos vinos ahí? –le preguntó Socías.
–Muy buenos –dijo–, y un pan excelente. Pero ya van a cerrar.
Era un tipo de clase alta, con ganas de conversación, de modo que le preguntamos si el mercado quedaba muy lejos.
–No vayan –dijo–, a esta hora está muerto.
–¿Y si bajamos hacia la rambla?
–Ni se les ocurra, está muerta también. Suban por esta calle y a cuatrocientos metros encontrarán bares de ambiente, como los de Madrid o París.
–Pero nosotros no queremos ver Madrid o París, queremos ver Montevideo –dijo Socías.
El tipo nos miró como si nos hubiéramos vuelto locos y se alejó prudentemente de nosotros, que continuamos caminando en la dirección prohibida. En la dirección prohibida, en efecto, todo estaba muerto.
–Es que aquí hay que venir por la mañana –nos dijeron en el mercado.
Hay zonas de Montevideo en las que solo es Montevideo por las mañanas y a la hora de comer. Luego se convierten en otra ciudad en la que siempre es domingo por la tarde, como sucede en la vida de algunas personas: en la de Felisberto Hernández, por ejemplo, otro autor uruguayo de referencia, enormemente infeliz, al que habíamos releído antes de viajar.
Montevideo parecía un estado de ánimo.
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